ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 THE JESUS AND MARY CHAIN

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 THE JESUS AND MARY CHAIN

Ultrasonica e-zine :: Xavier Valiño

ARTÍCULOS 2006


Jesus And Mary Chain, besos de alambre de espino 

 

En “Lost In Traslation” Sophia Coppola los rescató con una de las más bellas escenas del cine de los últimos años. Ese “Just Like Honey” recordó como aquellos insolentes y siniestros muchachos de Glasgow, quebraron los 80 a golpes de ruido y miel con el fundamental “Psychocandy”, el primer paso de una discografía repleta de joyas. ¡ojo!, que han ganado (y mucho) con el tiempo.

 

 

En 1984 Duran Duran y Spandau Ballet no solo encarnaban el horterismo musical y estético en grado sumo, sino que viajaban en limusina neo-romántica por las carreteras de las listas de éxito y el estrellato. ¿El punk?, bien gracias, un bonito recuerdo constatando que todo volvía a estar igual de mal. O peor. Era como para volver a enfadarse… y así fue. Unos cuantos metros bajo tierra Alan McGee, el jefe del mítico sello Creation, obnubilado ante el descubrimiento de unos mozalbetes escoceses llamados The Jesus And Mary Chain, decidió editar su particular bomba-lapa. “Upside Down”, devastador primer single, supuso el primer paso de un grupo con una misión: ponerlo todo patas arriba sin remisión.

 

Tras aquella polémica nomenclatura de reminiscencias religiosas, el cantante Jim Reid, su hermano William a la guitarra, el bajista Douglas Hart y un jovencísimo Bobby Guillespie (actual líder de Primal Scream) aporreando la batería empujaban a Suicide y The Stooges dentro de los barrotes del “White Light/White Heat” y los empapaban de melodías surf.  El mensaje, inserto dentro de un chorro de feedback, era claro: “con cada sonido que oigo me vuelvo loco / no me importa”. Y el efecto devastador. Nihilismo, provocación y (auto)destrucción, o lo que es lo mismo, aprehender el espíritu primigenio del rock n´roll, envolverlo en actitud punk y tamizarlo por la oscura violencia de Joy Division.

 

 

 

Con “Upside down” el himen del rock se volvía a romper. Había que celebrarlo y unos Jesus ciegos de estridente autosuficiencia, optaron por alzar el volumen lo más alto posible. La prensa especializada se deshace en elogios con ellos que fichan por la subsidiaria de Wea Blanco y Negro y, tras una programada serie de singles posteriormente recogidos en el álbum, alumbran el estratosférico “Psychocandy” (Blanco y Negro, 1985). La polaridad se repite: Stooges y Velvet Undreground por un lado, Phil Spector y Brian Wilson por el otro. Ambos sintetizados en catorce cápsulas anfetamínicas que expulsan toda la gama de pulsiones que recorre un cuerpo durante esa conflictiva adolescencia en la que uno quiere gritar, provocar, romper cristales, esconderse… pero no sabe muy bien porqué, más allá de la angustia, el vacío y el hastío que se anidan en el interior.

 

Los Jesus, absorbiendo la esencia de esos entrecruzados sentimientos y, mediante una exquisita cultura musical, buscaron la vía de escape más pop y ruidosa posible, volcándola en un disco en el que confluye el azúcar y el papel de lija a partes iguales. Unas veces observando primorosas melodías desde una borrosa lente rayada (“Just Like Honey”, “Cut Dead” O “Taste Of Cindy”), otras apelando directamente al nervio, la orgía de acoples y virulencia (“The Living End”, “Never Understand”, “My Little Underground”) “Psycochandy” se revela como una obra maestra indiscutible y los Jesus, con una serie de caóticos e incendiarios conciertos (en los que tocaban de espaldas y apenas rebasaban los veinte minutos), no hacen sino alimentar la leyenda convirtiéndose en el grupo de culto por excelencia de las Islas. Desde “Never Mind The Bollocks” nada con estribillos y melodías había sonado con tanto peligro, violencia y perversión, y, al tiempo, tan inocente, vulnerable y cercano.

 

 

 

 

Dos años después aparece “Darklands” (Blanco y Negro, 1987) y con él un giro radical en la carrera del grupo. Si muchos vieron en “Psychocandy” el “White light/White Heat” de los 80, ahora las comparaciones apuntan directamente al tercer disco de la Velvet Underground, al tiempo que se alude inevitablemente a Joy Division y The Cure. Ya desde las primeras líneas de la inaugural “Darklands” (“Voy hacia las tierras oscuras/ a hablar en verso con mi alma caótica”) queda claro que el romanticismo, la introspección y la oscuridad dominará este cambio de rumbo.

 

Desechando casi por completo la rabia predecesora (apenas visible  en “Fall” y “Down On Me”), “Darklands” nos presenta a unos Jesus resacosos del estruendo y colmando de belleza oscura y melancólica piezas como la homónima “Darklands”, “Cherry Came Too” o la preciosa “About You”. De igual modo ofrecen hits de la talla de “Happy When It Rains" o “April Skies”, aparte de los mejores textos de toda su carrera llenos de impactantes imágenes como la que titula este artículo. Escrito desde un dolorido y deprimido corazón, que se debate entre el amor y la muerte, que buscando el cielo llega al infierno y se deja empapar de gotas de lluvia, “Darklands” es uno de esos discos que en la adolescencia musican temores e inseguridades con el pestillo puesto para, luego, acompañar a uno toda la vida.

 

 

 

            Antes de grabar el siguiente álbum, los Jesus recopilan singles, caras b y rarezas en el imprescindible “Barbed Wire Kises” (Blanco y Negro, 1988). Más allá del fetiche completista esta recopilación se revela como un brillantísimo catálogo de un grupo en estado de gracia total, que igual se radicaliza (aún) mas allá del noise (“Head”, Hit”), como se embriaga en la fragilidad indie-pop (“Psychocandy”, “Don´t Ever Change”) o sorprende con particularísimas e irreverentes versiones (“Surfin´ Usa”, “Who Do You Love?”). En él se incluye un tema nuevo, “Sidewalking”, instantáneamente convertido en  clásico de la banda y delatador adelanto de un futuro inmediato que se plasmaría en “Automatic”, su tercer elepé.

 

 

 

En “Automatic” (Blanco y Negro, 1989) surgen unos renovados Jesus regodeándose y explotando muchos de los hallazgos de “Sidewalking”. La dicción chulesca y desafiante de Jim Reid se empasta con riffs infalibles, mientras el uso de  las programaciones varía sustancialmente la estética del grupo, mostrándose más sintéticos, luminosos y accesibles que nunca, gracias a la intervención del ingeniero de sonido Alan Moulder.

 

Lastrado por cierta monotonía y sensación de autoplagio, “Automatic”, aún así, se presenta como un notable e influyente trabajo, posiblemente el que más acentúa el lado “roll” de toda la trayectoria de los Jesus. Un espíritu que, sin desdeñar el arrojo melódico de “Here Comes Alice”, el clima esquizoide de “Gimme Hell” o la plácida “Crazy”, descansa fundamentalmente en temas como  “Blues For A Gun”, “Coast To Coast” o “Head On”, mezclas perfecta de aceite guitarrero y rudas bases electrónicas dando vía libre para que el rock n´roll se infiltre en la pista de baile.

 

 

 

Continuando la senda de las programaciones, los Jesus perfeccionan su alianza con Moulder mediante el magnífico single “Rollercoaster”, y dos años después regresan pletóricos con el soberbio “Honey´s Dead” (Blanco y Negro, 92). Las polémicas alusiones del single “Reverence” (“Quiero morir como Jesucristo / quiero morir como JFK”) los sitúan otra vez en el punto de mira de los guardianes de la moral y el orden, pero más allá de la provocación (¿infantil?, ¿gratuita?, ¿vacía?) inherente a los Jesus desde sus inicios, “Reverence” es todo un latigazo de electricidad que remite al espíritu agresivo, oscuro y redentor de los Stooges y, sin duda, una de sus composiciones más memorables.

 

Es la entrada de un capítulo que, lejos de suponer un salto evolutivo, parece sintetizar todo el pasado de la banda. El noise-pop de “Psychocandy”, la belleza abatida de “Darklands” y el vigor electro-rock de “Automatic” se conjugan en un híbrido, denso e hipnótico, que contiene incontestables cumbres como “Cathfire”, “Far Gone And Out” o “I Can´t Get Enough”. Con él visitan por primera vez nuestro país y las crónicas lo sitúan entre los mejores conciertos del año, mientras el adolescente autor de estas líneas literalmente lo flipa en la retransmisión que de su concierto de Madrid ofreciera Radio 3 en su día.    

 

 

 

Tras lanzar un nuevo recopilatorio (“The Sound of Speed”, la continuación de “Barbed Wire Kisses”, aunque con un resultado bastante más discreto) nos situamos ya en 1994, annus horribilis para las vacas sagradas del pop británico. Si puntales como Primal Scream, Ride o Stone Roses ofrecían entregas muy por debajo de su media y el relevo en el star-system se servía a la baja mediante el sobreinflado globo del brit-pop, los Jesus en sintonía coyuntural editan el endeble “Stoned And Dethroned” (Blanco y Negro, 1994).

 

 

 

 

 

Inicialmente planteado en formato acústico y con colaboraciones de relumbrón, al final se queda en semi-acústico y el cameo más esperado (Bob Dylan) rechaza la invitación. Sí aceptan la pérfida Hope Sandoval (Mazzy Star) para la preciosa “Sometimes Always”, posiblemente el mejor corte del disco, y Shane MacGowan (The Pogues)  en “God Help Me”. Del mismo modo que sucedió en los fiascos de las bandas antes citadas, “Stoned and Dethroned” es el típico caso de “disco que no estaría mal si fuera de cualquier otro grupo”, pero dentro de la trayectoria de los Jesus aun hoy suena adocenado, insulso y falto de inspiración. Y lo peor: su defensa sobre  escenarios españoles (en 1996, dentro de los primerizos Festimad y Fib respectivamente, donde muchos los veíamos por primera vez) empezaba a destilar un ligero olor de grupo dinosaurio, a años luz de la portentosa comparencia del año 92 y las grabaciones piratas que sus fans guardábamos como oro en paño.

 

 

 

Pero, desgraciadamente, en ese sentido las cosas siempre podrían empeorar y dos años después, de nuevo en el escenario del Fib, los Jesus escenificaron su defunción pública de una manera francamente bochornosa. Para el recuerdo de mis pesadillas particulares quedará aquel William Reid completamente borracho provocando una de las mayores dosis de vergüenza ajena que uno como fan tuvo que padecer en su vida. El motivo del mencionado esperpento era la presentación del discreto “Munki” (Sub Pop,1998), canto del cisne de una banda con el discurso agotado, agarrándose al deja vu por un lado y buscando fallidas vías de madurez por otro, para finalmente descender considerablemente su nivel hasta evaporar casi por completo la excitación. Aún así dejan en su legado, singles tan respetables como la pareja “I Love Rock N ´Roll” y “I Hate Rock N´Roll” o ese revolcón por la oscuridad del rock n´roll clásico de “Craking Up”, junto a homenajes y bromas como “Moe Tucker” o “Supertramp” y torpes intentos de enlazar la épica a su sonido como “Man On The Moon”. Afortunadamente tardaron poco en disolverse.

 

  

 

Finiquitada su historia, y ya en la década presente, se han editado varios discos de especial interés. Para no iniciados es más que recomendable la recopilación “21 Singles 1984-1998” (Warner, 2002), idílica para hacerse una panorámica global del grupo y constatar que, aparte de aventajados e imaginativos arquitectos sonoros, los Jesus fueron uno de los mejores surtidores de canciones del último rock británico. Por otro lado, tanto la sensacional “The Complete John Peel Sessions” (Strange Fruit, 2000) -un impresionante documento que recoge vibrantes tomas en directo del repertorio de sus primeros trabajos-  como “Live In Concert” (Strange Fruit, 2003) –ídem de la segunda etapa, inferior pero igualmente interesante- deberían de figurar en la discografía del fan que quiera ver y sentir todas las aristas de una banda esencial en cualquier lectura de la historia del rock.

 

 

 

Esencial. Mmmm… dichosa palabra. Decía sobre el pop, el periodista Nick Cohn en el mítico libro “Awopbopaloolbopalopbamboom” que “ha hecho caricaturas gigantes de la ambición, de la violencia, del amor y del inconformismo que han resultado ser las ficciones más poderosas y más precisas de este tiempo”. Palabras éstas referidas a los estandartes de su momento de redacción (Stones, Kinks, The Who…), pero perfectamente aplicables a la percepción que de los protagonistas de estas líneas tenemos algunos de estos jovenzuelos que preferimos a Primal Scream sobre Zen Guerrilla.

 

Y es que los Jesus and Mary Chain han significado, sí, “eso”: el “joder que subidón”, el “joder que bajón”, el “joderos todos” y el “qué jodido estoy” comprimidos en rutilantes espejos musicales en los que mirarse de continuo, cuando las hormonas se hayan en óptimo punto de cocción. Espejos que el paso del tiempo no ha hecho sino situarlos en  la misma lista de los Suicide, Who, Joy Division, Sex Pistols, Stones, Sonic Youth, My Bloody Valentine, etc., ese lugar donde no se discute sobre si Pleasure Beach son mejores que White Stripes, porque un simple acorde de Pj Harvey los empequeñece hasta lo invisible e irrelevante. Sí, allá donde Primal Scream ocupan ya plaza segura, al ladito Jesus and Mary Chain, y en el que Zen Guerrilla, pese a unas virtudes que nadie pone en duda, mucho me temo que nunca estarán.

 

Lo siento boss, la tenía en la recámara de mi (cada vez más devaluada) arrogancia juvenil.

 

Javier Becerra

(Ver también artículo sobre "Psychocandy" de The Jesus & Mary Chain)

(Artículo publicado originalmente en Ruta 66)

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 EN LA CUERDA FLOJA WALK THE LINE

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 EN LA CUERDA FLOJA WALK THE LINE

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ARTÍCULOS 2006


En la cuerda floja, un romance escrito en las estrellas

 

 

            Ni de cerca ni de lejos era la elección más evidente. No hay más que poner juntas una fotografía contemporánea de Joaquin Phoenix y otra de Johnny Cash de mediados de los 60, cuando tenía la edad que tiene hoy Phoenix (32 años): Cash parece tener 40 años mientras que Phoenix pude pasar por poco menos de 20.

 

Las semejanzas físicas son, claro, poco menos que ninguna. Y ése es uno de los aspectos más curiosos de Walk The Line (En la cuerda floja), ya que conocemos muy bien la costumbre de los biopics de intentar conseguir, en lo que se refiere a su reparto, maximizar las posibilidades de mimetismo entre el actor y el personaje biografiado.

 

            La película de James Mangold parece funcionar al contrario, al conseguir desde el principio minimizar esas probabilidades. También sabemos los problemas que esa búsqueda del mimetismo levanta, sobre todo cuando el biografiado es alguien que vivió hace suficientemente poco para que su existencia, y sobre todo su fisonomía, haya sido documentada infinitas veces, grabada, fotografiada: se crea un efecto paradójico, ya que el espectador está siempre, incluso inconscientemente o contra su voluntad, a ‘medir’ los parecidos y las diferencias.

 

En ese caso, la neutralización de la desconfianza llega con la superposición del actor con la imagen del personaje, y no en pocas ocasiones para el propio actor -y para quien lo dirige- la emulación del personaje se torna en una prioridad tan absoluta que destroza cualquier posibilidad de reinvención o incluso de retrato: un muñeco parecido no es automáticamente un retrato; un retrato no tiene que pasar por un muñeco parecido -hablemos de pintura, fotografía o cine-.

 

 

            En el contexto de películas dedicadas a figuras de la música popular, podríamos llamar a esa confusión el ‘síndrome de Val Kilmer’, recordando su patético -y marcante, en este sentido- Jim Morrison en The Doors que Oliver Stone dirigió a comienzos de los 90. En En la cuerda floja, James Mangold y Joaquin Phoenix escapan de todo esto y lo hacen bien.

 

Vemos que este hombre (Phoenix) está en el lugar de otro (Cash), percibimos que no son nada parecidos y ya no volvemos a pensar en el asunto durante toda la película; aceptamos el juego y somos libres para ver un personaje y el desarrollo de su trabajo y su caracterización. Nos libramos nosotros, espectadores, y se libran ellos, realizador y actor, para representar un Cash que, en lugar de una instantánea de fotomatón, intenta ser un retrato, pintado, retocado, granulado -se puede escoger una expresión de éstas o otra que se quiera-; en suma, una interpretación de Johnny Cash.

 

            Obviamente, esto no significa inventar otro personaje diferente. Por el contrario, queda claro que Phoenix estudió realmente, con toda la atención, la imagen y la voz de Cash. La voz, a pesar de que no suena con el tono barítono de Cash, no la imita nada mal, y seguro que en un programa de imitación de estrellas tendría buenas posibilidades de llegar a la final.

 

Estudió sus manierismos y los gestos, su pose en el escenario, la guitarra casi a la altura de la garganta, el modo en el que torcía un poco la boca al cantar, como si estuviese haciendo un esfuerzo para contener exageraciones expresivas que escaparan de su aura de gravedad impasible. Phoenix estudió todo esto. Pero ‘todo esto’ parte de la imagen pública de Johnny Cash y fue tomado del personaje que él mismo creó, por voluntad propia, por naturaleza o por la conjunción más o menos estudiada de las dos. Es ese ‘Cash-icono’ la fuente de inspiración de Phoenix y el aspecto que fortalece los contornos más reconocibles para su personaje; el sustituto de su fisonomía, por así decir.

 

 

            No exageraríamos si dijésemos que En la cuerda floja, a partir de ahí, trabaja en dos líneas paralelas. Por un lado, está la historia de la transformación de Cash en Cash, rumbo al momento en el que John R. Cash pasa a ser Johnny Cash y a asumir un personaje; el film sitúa ese momento en el concierto de regreso en la prisión de Folsom, cuando Cash se presenta como the man in black, o el ‘Hombre de Negro’.

 

Inmediatamente antes, se ha podido ver un plano de Phoenix, en pose artificial -en ‘representación’-, preparado para asumir su estatus icónico: le dicen que todo vestido de negro dará la impresión de que va a un funeral, a lo que él responde, estudiadamente, “tal vez, tal vez”. Se trata del actor Phoenix encontrando al actor Cash, en total consciencia -de uno y del otro-.

 

            Historia de una imagen, En la cuerda floja es también la historia del cuerpo -y del espíritu- que la alimentó. ¿Cómo enfrentarse a esa relación, sus continuidades y contradicciones? Eso también es un desafío de actor. ¿Cómo transmitir lo que conocemos de Cash, esa imagen reconocible, hacia un terreno incierto y secreto, el de la vida íntima?

 

Siendo un biopic, este aspecto es central en la película de Mangold. Y se resuelve en un contrapunto: hacer del personaje un héroe vulnerable, de una rebeldía adolescente -se puede pensar en los míticos personajes de Nicholas Ray; casi se puede jurar que Phoenix también pensó en ellos-, incluso infantil, por lo menos en lo que respecta a su dependencia, a la preponderancia de las figuras maternales, a la incapacidad de comunicación con el padre o, más genéricamente, con representantes de una autoridad masculina (“¿Tiene alguna cosa contra la Fuerza Aérea? Yo sí la tengo”).

 

 

Historia de crecimiento y madurez, ésta es también una historia de cicatrices. Cash -el verdadero- preguntaba en una canción: “¿Quieren saber por qué siempre visto de negro?”. Decir que En la cuerda floja y Joaquin Phoenix dan a esa pregunta una respuesta en la que podemos creer es, tal vez, el mejor elogio que se les pueda hacer.

 

            Que se desengañe quien vaya a ver En la cuerda floja buscando un biopic de formato tradicional de Johnny Cash, pionero del rock’n’roll en los años 50, imagen rebelde de la música country en las décadas siguientes, figura tutelar de la saga ‘americana’ de los años 90, presencia casi mítica salida del Antiguo Testamento en el que se cruzan, a un tiempo, la raíz más profunda de la música tradicional norteamericana y la modernidad traída por el rock’n’roll.

 

Lo que está en el film de James Mangold, realizador interesante pero desequilibrado, capaz de lo mejor y lo peor, para quien este proyecto fue una cruzada personal que le llevó años montar, no es esa historia del superviviente que se supo mantener relevante durante medio siglo; es tan sólo la historia de la pasión de Cash y de su segunda esposa, June Carter, hija de una legendaria dinastía de la música country, contada con los requisitos melodramáticos de los que Hollywood es capaz, disfrazada del recurrente ‘ascensión y caída’ del músico desde el inicio de su carrera en los estudios Sun, bajo los auspicios del productor Sam Phillips, hasta su resurrección a finales de los 60 con el disco grabado en directo en la prisión de Folsom.

 

            En la cuerda floja muestra una pequeña parte de la historia de Cash, la parte que Hollywood habrá visto –claro- más interesante: su infancia difícil como hijo de un trabajador pobre que lo rechazó después de la muerte de su hermano mayor, su ascensión a pulso en los tiempos dorados del rock’n’roll en plena década de los 50, la forma en la que se apasionó en la carretera por June Carter y, a pesar de ya estar casado y tener hijos, el descubrimiento de haber encontrado a la mujer de su vida y la persecución hasta que ella la aceptó como esposo. Todo un romance escrito en las estrellas.

 

 

            Ya lo sabíamos de otras películas sobre estrellas del country como Loretta Lynn (Quiero ser libre, de Michael Apted, con Sissy Spacek y Tomy Lee Jones) o Patsy Cline (Dulces sueños, de Karen Reisz, con Jessica Lange y Ed Harris): la música country es el terreno propicio para el melodrama clásico, con su apego a los valores tradicionales de la familia, el escenario rural y la subida a pulso que es el refugio de las edificantes historias de ascenso al estrellato.

 

Si quisiéramos, podríamos ver ahí una ‘pureza’ original, primordial, de la familia nuclear que parece hecha a medida del conflicto clásico del melodrama, entre la razón y la emoción. Y, a pesar de que los personajes que lo inspiraron son personalidades identificadas como ‘rebeldes’ en el universo del country, En la cuerda floja es de lo más clásico que se puede imaginar en el melodrama: son las mismas historias de un amor no correspondido, de un romance lleno de obstáculos, de un corazón indomable que se busca siempre en otro sitio.

 

El título del film es, a este respecto, programático, por ser no sólo uno de los temas clásicos del músico, sino también el símbolo de todo aquello que June le pedía a Johnny para que él fuese capaz de merecerla: “Walk the line”, “apártate de las tentaciones”, “pórtate bien”. Porque sólo en el respeto a los valores tradicionales y de la ‘santidad’ de la familia nuclear su relación, que había comenzado fuera de ella, podía tener sentido, sólo así las heridas de Cash podían sanar.

 

            Pero el problema es que es en esa herida, en esa oscuridad que Cash veía, donde reside la intensidad, la energía de su obra. Aquello que nos atrae en Cash no es sólo el melodrama ‘más grande que la vida’ verídico del artista torturado, que existió realmente -la propuesta de matrimonio que Cash le hace en el escenario a June Carter, que parece invención del guionista, es absolutamente cierta-, sino que el músico era un hombre con un lado negro, oscuro.

 

Jonny Cash sentía una especial atracción por el abismo y por la tragedia humana, algo que se convirtió en justo aquello que hizo que su música captara la atención de los presos de Folsom y San Quentin, que los hiciera identificarse con las palabras que aquel hombre cantaba, con la esperanza de redención y la certeza del castigo aprendido de los viejos himnos religiosos que habían formado su gusto -y el de June- por la música desde pequeño.

 

 

            ¿Sería posible, por ejemplo, pensar en su lectura del “Hurt” de Nine Inch Nails sin comprender ese lado negro de quien ganó y perdió, gozó y sufrió, en suma, vivió, que tantas veces se situaba por encima en la música de Cash? Y es ese lado negro el que no se siente en En la cuerda floja; es ese lado negro el que queda por explorar, reducido a recursos demasiado fáciles del dolor del hijo rechazado y del marido incomprendido, al alivio de la droga y del alcohol y de las mujeres fáciles, a la caricatura del artista autodestructivo, olvidándose también de su conservadurismo, su apoyo a los derechos de los indios, su simpatía por los delincuentes o su fundamentalismo religioso.

 

Con todo, nada de confusiones: el film de James Mangold no es un ‘blanqueamiento’ de la imagen de Cash, no escamotea su tendencia autodestructiva ni trata mal (al contrario de lo que una de las hijas de su primer matrimonio pretende) a Vivian, su primera esposa, pintada no como una arpía, sino como una mujer que quería de Cash aquello que él no le podía dar a menos que dejara de ser quien era.

 

La pareja Cash-Carter estuvo presente en el proyecto y el guión desde el principio, a pesar de que la película se completó después del fallecimiento de ambos, y surgió de largas conversaciones entre ellos, respetando el realizador sus voluntades. En la cuerda floja no ‘blanquea’, pero opta por la historia edificante con final feliz, una historia de entre las muchas para las que la vida de Cash podría dar juego y que podrían ser contadas de acuerdo con los patrones de Hollywood.

 

Hay, ciertamente, honestidad en En la cuerda floja. No podía ser de otro modo, vista la inversión y la entrega que se siente de parte del equipo y de los actores, a los que, si acaso, se les puede disculpar la osadía de grabar e interpretar canciones tipo fotocopias, a imagen y semejanza de los originales, por cuanto la idea fue una imposición del supervisor musical y veterano productor T-Bone Burnett.

 

Y el film acaba por pertenecer más a Reese Witherspoon, que consigue, con un personaje más difícil de partida, hacer olvidar su imagen de actriz de comedia y colocar enfrente nuestra a June Carter de cuerpo entero, robando el protagonismo a un Joaquin Phoenix entregado al mimetismo de la fisicidad y de la energía de Cash, aunque incapaz de hacernos olvidar al actor detrás del personaje. Hay honestidad, corrección, eficacia; hay un melodrama bien hecho sobre un cantante de éxito. Pero ésa no es toda la historia del Hombre de Negro.

 

Xavier Valiño

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 JOHNNY CASH

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ARTÍCULOS 2006


Johnny Cash, espíritu muy antiguo en un cuerpo muy joven

 

 

         En las Crónicas que editó el año pasado, Bob Dylan habla de un período en el tiempo, la década de los 50, en la que sintió que Norteamérica se transformaba para siempre, de forma definitiva, irremediable. Todos los personajes que describe, los ambientes que evoca, las memorias que recupera, indican en el fin de la Norteamérica que, con sobresaltos pero en línea recta, sin desvíos, había existido desde el final de su Guerra Civil.

 

El viaje hacia el Oeste alimentado por emigrantes de todas las nacionalidades, la euforia económica de las primeras décadas del siglo XX, la Gran Depresión que le siguió, la II Guerra Mundial y los años de optimismo que llegaron después son los que Dylan describe a Martin Scorsese en el documental No Direction Home, como representando el crepúsculo de la inocencia norteamericana.

 

Años y años de convulsiones y profundas transformaciones que, con todo, mantenían inalterable la esencia de una Norteamérica a la que no podíamos aún llamar mítica. ¿Cómo llamar mito a lo que estaba todavía profundamente presente, enraizado en la vivencia de aquellos que lo habían experimentado en primera mano, de aquellos que lo tenían cicatrizado en la piel y que lo habían preservado en cancionero hecho de las vivencias cotidianas, no relegado a lectura de biblioteca?

 

Dylan, en medio de las corrientes enfrentadas, el pasado estructurado en disolución y el futuro que se comenzaba a anunciar, deambulaba por el Greenwich Village de Nueva York y fabulaba con bibliotecas, biografías, artistas del folk y todas sus historias disponibles. Como recoge en sus Crónicas, el futuro no ejercía sobre él ninguna fascinación. Le interesaba el pasado, y de él extrajo la materia prima con la que construyó la primera de sus muchas máscaras.

 

         Johnny Cash puede haber sido también un hombre de máscaras pero fue, principalmente, alguien que llevo consigo todas sus contradicciones, con todos sus valores, de ese pasado a punto de disolverse. Fue alguien que atravesó sin ceder la barrera entre el ‘antes’ y el ‘después’. Un espíritu libre en conflicto, más rebelde por la incapacidad de aplacar sus demonios interiores que por convicción; un espíritu muy antiguo en un cuerpo demasiado joven, demasiado deseoso de ceder a la tentación.

 

En En la cuerda floja, la película sobre una parte de su vida realizada por James Mangold que recientemente se ha estrenado, el puente entre esos dos tiempos está claro. El ‘antes’ está marcado por la infancia en los campos de Arkansas, en los himnos gospel aprendidos con su madre, está en la familia Carter que lo acompaña desde joven a través de la radio de casa, como premonición del ‘anillo de fuego’ que lo uniría a June Carter.

 

 

El ‘después’ es aquella música demasiado agreste para ser country y demasiado adulta para ser rock’n’roll. Todo ello configura un mundo con un cuadro de referencias viejas de un siglo en descalabro y Johnny Cash atravesándolo cual personificación excesiva del conflicto latente. Love, God, Murder Amor, Dios, Muerte-, como reza el título de uno de sus más famosos recopilatorios. Rock’n’roll y redención, resumimos nosotros.

 

Cristo y Jesse James. Johnny Cash encarnó la vieja Norteamérica que Dylan veía desaparecer. Nacido en el seno de una familia de agricultores sobreviviendo al abrigo del new deal de Roosevelt -criado para apoyar a los supervivientes más necesitados de la Gran Depresión-, creció educado en el temor a la justicia de Dios y respetando una jerarquía de valores donde cosas como la honra, el trabajo y la dignidad aparecían en lugar preponderante.

 

Cantaba himnos gospel con su madre, aprendía a dar los primeros acordes con un vecino y tenía como compañía insustituible la radio que su padre había comprado para informarse de las crecidas del Mississipi. Años después, con todo, mientras cumplía el servicio militar en Alemania, período en el que compuso sus primeras canciones, no se deshizo de su inspiración de salmos bíblicos: “He matado a un hombre en Reno sólo por verlo morir”, es lo que dicen los primeros versos de “Folsom Prison Blues”, escrita tras ver un documental sobre la prisión que se convertiría para él en una imagen de marca.

 

Es la vieja Norteamérica construida con una mano sobre la Biblia  y la otra sobre el revólver: pecado y redención. Cristo y Jesse James. Johnny Cash partido por la mitad, un Johnny Cash que transporta la vieja América hacia la nueva que surge y que, por eso mismo, nunca se encontraría verdaderamente encuadrado en ella.

 

Inició su carrera en los estudios Sun de Memphis, los mismos en los que empezaron Elvis Presley o Jerry Lee Lewis. Abandonó el gospel ‘obligado’ por el productor Sam Phillips y, con los Tennessee Two -el bajista Marshall Grant y el guitarrista Luther Perkins-, creó un sonido áspero y agresivo que le debería garantizar un lugar en la historia como precursor del rock’n’roll.

 

Así lo dice la rudeza que empleaba en el country, así lo dicen las canciones grabadas con Elvis Presley, Jerry Lee Lewis o Roy Orbison, así lo dice la histeria de las fans adolescentes y los singles destacados en las listas de ventas. Cash, con todo, sería inmortalizado como el nombre más grande del country -la música antigua- y, sobre todo, como un artista por encima de distinciones de género musical. Así lo dictó el genio, un genio unánime, un genio controvertido e inquietante.

 

 

Lo vemos en el escenario: guitarra en diagonal, con el cuerpo erguido y el brazo apuntando al público, mientras con su mirada penetrante, viva y enigmática, desafiaba a todo los que lo observaban desde la platea. Kris Kristofferson diría a este respecto: “Era un terror divino, y se convirtió en el Padre de nuestro país”.

 

Lo escuchamos en disco: una voz granítica, aparentemente poco dotada, aunque inmediatamente reconocible y con una expresión inimitable. “No sé de dónde venían esas voces de Dios, no sé quién las sustituirá”, suspiró Nick Cave a la revista Mojo, comentando su muerte el 12 de septiembre de 2003. Su renacimiento al final de su carrera en las manos del productor Rick Rubin, etapa en la que le escuchamos robar para sí canciones como “Personal Jesus” de Depeche Mode, “One” de U2 o “Hurt” de Nine Inch Nails, sólo amplifica el suspiro.

 

Acompañamos la biografía: el hombre movido a anfetaminas desde su primera actuación y que, décadas después de deshacerse del hábito que casi le cuesta la vida y la carrera, decía sentir falta de energía, del vértigo que la droga le daba a su música. El ‘Hombre de Negro’ que, en la canción que le inmortalizó el apodo, cantaba: “Voy de negro por los pobres y los maltratados que viven en el lado hambriento de la ciudad”. “¿Por qué de negro? ¿Vas a algún funeral?”, le preguntan varias veces en la película En la cuerda floja. Respuesta invariable: “Tal vez, tal vez”.

 

El cantante respetado por los conservadores que cuenta como discos más vendidos dos actuaciones en directo en prisiones de alta seguridad (Live At Folsom Prison y Live At St. Quentin) y el músico de una generación anterior que, por su mismo calado moral, es adoptado por la joven contra-cultura americana como uno de los suyos.

 

La rebeldía de los discos en directo, la empatía generada con los prisioneros y las provocaciones a la autoridad en lo alto de un escenario así lo atestiguan. Cantó a la fe de una forma tan convencida como encarnó el crimen, y fue un hombre tan deseoso de la redención como consciente de la imposibilidad de ceder a la tentación: “Walk The Line”, una de sus canciones más famosas, es la confesión de eso mismo.

 

Y, por fin -que es una forma de volver al inicio-, el clasicista revolucionario, héroe no declarado del rock’n’roll, dictó el destino que tendría que seguir inevitablemente, para que todo tenga sentido, a la familia más importante e impoluta de la música country, la Carter Family. En la cuerda floja es la historia de amor de Johnny Cash y June Carter, con la vida de Cash, sus convulsiones y contradicciones como plano de fondo revelador.

 

James Mangold, el realizador de En la cuerda floja reconoció recientemente haberse centrado en un período específico de la vida de Cash, desde la infancia hasta sus primeros tres lustros de carrera, para “representar una imagen de él que, en cierta forma, fue apagada”. Viendo el film sabemos que no sólo fue por eso. En la cuerda floja es, primero, una historia de amor y, sólo después, la de una carrera.

 

 

 

El hecho es que entre la entrada en los estudios Sun, en 1955, y el concierto grabado en la prisión de Folsom, en 1968, Johnny Cash se asentó en el universo de la música popular como uno de sus máximos símbolos. A pesar de que el renacimiento en la década de los 90 fue la confirmación definitiva de que nos encontrábamos ante un genio mayor, sólo lo que grabó en aquellos años le habría asegurado la inmortalidad.

 

En ellos, y en la película que ahora se estrena, encontramos todo aquello que componte la cosmología cashiana: la infancia pasada entre la radio y el libro de cánticos de su madre, las marcas dejadas por un padre severo y alcohólico y, principalmente, la muerte de su hermano pequeño, culpa cristiana que, como señala el film, nunca más lo abandonará. La perseverancia en continuar una carrera musical cuando todos los caminos, de las puertas de los estudios a la oposición de su primera mujer, parecían cerrados.

 

Éste es el hombre que, al entrar en una sala de grabación, tres días después de la muerte de June Carter, exclamó: “No desisto, no creo en desistir”. Los excesos de una vida en los primeros pasos del rock’n’roll, pasada en largas giras por los Estados Unidos en pequeños coches y mantenida a base de dosis industriales de anfetaminas y cerveza. La prisión y la drogodependencia. El amor obsesivo por June Carter, que sobrepasa los convencionalismos, que superó el espacio y el tiempo y que, al fin, acaba por ser su salvación.

 

En a cuerda floja es la historia del camino al éxito de una de las voces más singulares de la música norteamericana, de la turbulencia que la creó y, por fin, de su redención y matrimonio con June Carter. En 1968, cuando atraviesa las puertas de la prisión de Folsom, es ya el ‘Hombre de Negro’, donde conviven lo sagrado más profundo y el profano más visceral, el músico que revolucionó la música country y vivió intensamente los escenarios, la música, la cerveza, la droga y los desacatos con los pioneros del rock’n’roll. Es el héroe de los fuera de la ley y una voz respetada por los puritanos. Es la Biblia y Jesse James con una guitarra colgada del cuello: el espíritu de la vieja Norteamérica perpetuándose de la mejor manera posible.

 

Xavier Valiño

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 JONATHAN RICHMAN EN CONCIERTO

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ARTÍCULOS 2006


Jonathan Richman, ingenio y figura

 

(Sala Capitol, Santiago de Compostela, 28 de octubre de 2006) 

 

 

         Jonathan Richman tiene muchas y grandes canciones. Su vis cómica en el escenario, su ingenuidad, su eterna apariencia de niño atrapado en un cuerpo de persona adulta, su faceta natural de entertainer no debería hacer olvidar hitos como “Roadrunner”, “Pablo Picasso”, “That Summer Feeling”, “Ice Cream Man”, “Springtime In New York”, “I Was Dancin’ In The Lesbian Bar”, “Copules Must Fight”, “Give Paris One More Chance”, “Vampire Girl”… A algunos esa facilidad de entretener y hacer reír no les permite verlo, como si sólo los artistas torturados u oscuros pudieran ser compositores de los mejores temas.

 

         A sus 57 años, en directo, Jojo, como se le conoce con cariño, despliega todo su arsenal para llegar al corazón de su público, en la mayor parte de las ocasiones a través del humor, a veces de forma natural y en otras plenamente consciente de lo que está haciendo para lograrlo. Lo mejor que se puede decir de sus actuaciones es que todo el mundo sale con una sonrisa en la boca, algo que casi nadie puede lograr hoy, más o menos el equivalente de Woody Allen en el mundo de la música.

 

 

 

         Él, con su guitarra, sus historias y, recordémoslo, sus canciones, se basta para llenar cualquier escenario. Cierto que a su lado está el minimalista batería Tommy Larkin, compañero en los últimos siete años, el único en la sala al que no se le ve reír, si acaso un único atisbo de sonrisa en toda la actuación. Pero la hora u hora y media de recital de Jojo la podría solventar él solo sin ningún problema, como hacía ya antes de contar con su fiel escudero.

 

         Además, en sus conciertos españoles, entre temas en inglés, francés e italiano, siempre incluye numerosas canciones en castellano, jugando con un idioma que parece nacido para pasarlo bien, como demostró con una inesperada versión rumbera del “Volando Voy” de Kilo Veneno que hizo que la asimilación entre ambos no pareciera fuera de lugar.

 

 

 

Eso, que lo acerca más a sus seguidores por aquí, y que, parece mentira, nadie hace igual en este idioma, es, también, el único pero que se le puede poner a sus conciertos en España: sus canciones en castellano son minoría en sus discos y, además, tampoco lucen al mismo nivel que sus clásicos en inglés. En cualquier caso, cuando consigue el efecto terapéutico de la sonrisa, se convierte en algo perfectamente perdonable. Y si, además, eso lo hace cada pocos meses, como Woody Allen, la vida se transforma en algo más llevadero.

 

Xavier Valiño

ULTRASONICA ARTÍCULOS 2006 MASSIVE ATTACK

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ARTÍCULOS 2006


Massive Attack, el fuego camina conmigo

 

 

Lo primero que llama la atención en Collected es la portada: es difícil no darse cuenta de que es simple y brillante al mismo tiempo. Se trata de un collage digital creado por Nick Knight que resume todos los temas recurrentes en Massive Attack: la guerra, la muerte, el amor, la tecnología, la decadencia y la intersección de estas ideas con nuestras vidas.

 

Es la clase de imaginería fascinante que no se ve mucho en las portadas de discos últimamente, una pieza asombrosa que hace algo más que simplemente advertir de los contenidos que envuelve, al construir un puente entre la concepción y la realidad que hay en la mente de sus seguidores. Podría tener entidad en sí misma, pero como preludio de lo que encierra es particularmente efectiva.

 

Puede resultar un tanto extraño reparar tanto en una portada, pero Massive Attack son un tanto especiales. Cada elemento que interviene en la presentación de sus discos ha sido trabajado artesanalmente y encajado exactamente después de un largo y, a menudo, doloroso proceso. Nunca se apresurarán para editar un disco en directo o caras B de relleno. Por supuesto, en ocasiones este perfeccionismo puede ser su talón de Aquiles, como se ha visto al mostrarse especialmente vulnerables a las fricciones entre sus miembros fundadores, algo que cualquier otro grupo con un régimen menos estricto hubiera sido capaz de evitar.

 

El hecho de que Massive Attack lograse mantener un nivel de edición de discos relativamente prolífico durante los 90, publicando tres álbumes y manteniendo unos cuantos proyectos paralelos en el espacio de siete años, es bastante sorprendente teniendo en cuenta el nivel uniforme de calidad. Merece la pena destacar que, a pesar de los roces internos y la constante evolución de la música electrónica a su alrededor, sus tres primeros discos (Blue Lines, 1991, Protection, 1994 y Mezzanine, 1998) están considerados como una de las mejores series de álbumes consecutivos de la historia reciente de la música, con un nivel de aprobación casi universal, a los que es difícil encontrar rivales -Radiohead podrían estar ahí cerca, pero, desde luego, no pueden contar en su haber con el momento cumbre de los 90, “Unfinished Sympathy", ni tampoco se puede decir de ellos que creasen todo un género con la influencia de su primer álbum y que un montón de artistas partiesen de ese punto cero para crear su música”-.

 

Si, además, un disco recoge los momentos más señalados de su trayectoria, está claro que lo primero que conseguirá es recordarnos por qué Massive Attack son tan importantes. Resumiendo: basándonos simplemente en las catorce canciones recogidas en el primer compacto de Collected, Massive Attack podrían reclamar justificadamente su puesto como uno de los mejores grupos pop de todos los tiempos.

 

Incluso las canciones de su disco del 2003, 100th Window, considerado generalmente como el único que no está a la altura del resto de su obra, brillan aquí de modo diferente. La atmósfera más reflexiva de “Future Proof” o “What Your Soul Sings” encuentran una segunda oportunidad al lado de canciones más frágiles como “Risingson” o “Five Man Army”, lo que no conseguían dentro del discurso opresivo del que, hasta ahora, es el último álbum de la banda.

 

Collected, en su edición especial, encierra muchas otras sorpresas. Para empezar, el único corte inédito en su primer compacto, “Live With Me”, con la voz del veterano cantante folk-soul Terry Callier, tema que representa la perfecta conjunción del soul de sus inicios con los ambientes más cargados de sus últimos tiempos. Por lo tanto, aún hay vida en el seno del grupo, algo que las noticias llegadas directamente del frente de trabajo corroboran: Robert Del Naja (‘3D’) y Grant Marshall (‘Daddy G’) han vuelto a unir sus fuerzas en el estudio para un disco que se publicará en el 2007.

 

Como era lógico, además, su segundo compacto de rarezas de cerca de una hora no se reduce a una mera recopilación de canciones olvidadas: en este caso, ‘rarezas’ no debe ser confundido con ‘superfluo’. El agresivo “I Against I”, grabada con el rapero Mos Def para la banda sonora de la olvidable Blade II, merecía un lugar entre los grandes momentos del primer compacto. Pero no es la única: todas mantienen el nivel de exigencia que el trío ha perseguido desde sus inicios y todas ayudan a completar la visión de su trabajo.

 

Por último, se incluye en esta edición un tercer disco en formato DVD con todos sus videos en orden cronológico, una buena oportunidad para descubrir que Massive Attack han tenido más suerte en este terreno que la mayoría de los grupos, al haber escogido sus colaboradores con mucho tiento, produciendo algunos de los momentos más impresionantes jamás filmados. Sus inicios, con “Safe From Harm” y “Unfinished Sympathy”, ya los distanciaban del resto de sus contemporáneos. Pero hay más: “Be Thankful For What You’ve Got”, “Sly”, “Protection”, “Teardrop”… hasta llegar a las dos versiones de su nuevo single “Live With Me”.

 

         En la primera se ve un impactante primer plano de los labios de Terry Callier mientras interpreta la canción. La segunda es una de las piezas más brutales e inquietantes que se hayan podido ver en el mundo de los clips. Dirigida por Jonathan Glazer, el video sigue a una mujer joven mientras intenta suicidarse bebiendo botella tras botella de vodka. No sabemos por qué lo hace -aunque la música puede darnos una idea-, aunque es fácil imaginarse la clase de dolor que intenta ahogar en alcohol. Duro, absorbente y congruente punto y aparte en una trayectoria sin parangón.

 

Xavier Valiño
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