RADIOHEAD: A Moon Shaped Pool
RADIOHEAD: A Moon Shaped Pool (XL)
Cinco años después de The King of Limbs, Radiohead reaparecen sin previo aviso, recordando que son quienes mejor saben presentar sus nuevas criaturas en las redes. A estas alturas, seguro que todos sabemos ya que se descolgaron de Internet durante unas horas hace unos días para volver con la imagen de un pájaro el día 6, luego un vídeo (“Burn the Witch”), a continuación otro al día siguiente (“Daydreaming”) y, por fin, el anuncio de un disco que se publicó finalmente el domingo 8 a las ocho de la noche hora española. Por lo tanto, a la hora de redactar este comentario, no han pasado ni 24 horas desde su edición digital (la física tendrá que esperar hasta el 17 de junio), con lo que han sido 24 horas intensas conviviendo exclusivamente con estas once canciones que se presentan, curiosamente, en orden alfabético.
Después de escucharlo una y otra vez, la conclusión más evidente es que, lejos de ser un disco de canciones pop convencionales, suena sorprendentemente melódico y accesible, si tenemos en cuenta que se trata de Radiohead, quienes abandonaron la inmediatez en 1997 con su tercer disco, Ok Computer. Sí, aquí está todavía presente su faceta más experimental aunque en el tono probablemente más asequible desde aquel disco, sin dejar de suponer al mismo tiempo un desafío para el oyente.
Radiohead sigue siendo un grupo de rock, uno que hace tiempo que perdió el interés por hacer rock y que ahora parece haber dejado atrás también definitivamente su lado electrónico, acercándose a una vertiente más pastoral en su sonido. Casi nunca fueron un grupo que acompañase los momentos álgidos de nadie, y en esta ocasión su vertiente melancólica y sosegada se ve incluso reforzada.
Casi todas estas canciones tienen unos inicios inquietantes e intrigantes que van enganchando a medida que avanzan los segundos, para lograr encontrar en algún momento su sentido y su encanto. Al mismo tiempo, en sus textos se pueden confundir y ver huellas tanto del estado del estado anímico del compositor de sus textos (Thom Yorke acaba de romper con su pareja desde hace 23 años, Rachel Owen) como de su preocupación por la destrucción del medio ambiente, por la naturaleza depredadora del ser humano y por las masas adormecidas, en la que cualquier atisbo de felicidad parece ser el resultado de la ignorancia, consciente o no. Sería fácil caer en esa conclusión, pero la lógica desmiente al menos la primera parte de tal afirmación en buena medida: solo tres de los temas aquí presentados (“Decks Dark”, “Glass Eyes” y “Tinker, Tailor, Soldier, Sailor, Rich Man, Poor Man, Beggar Man, Thief” son realmente nuevos, por cuanto los otros son conocidos por los seguidores de la banda al haber sido interpretados en una u otra encarnación alguna vez en directo.
“Burn the Witch”, sin duda el tema más accesible, abre el disco manteniendo un ritmo de pizzicato que no tiene mucha más correlación con el resto del álbum. Si acaso, “Full Stop”, uno de los tres puntos álgidos del álbum apoyándose en sus pulsaciones aceleradas, e “Identikit”, cercana a lo que en su día representó “Idioteque” aunque sin el mismo gancho, que más que haber sido incubada en el estudio más bien parece haber sido trabajada en directo e improvisada a la hora de grabarla.
“Daydreaming”, segunda canción y segundo single (con vídeo de Paul Thomas Anderson, realizador de Magnolia, The Master o Boogie Nights), refleja mucho mejor el tono sombrío y reposado del disco. Con ciertas notas similares a las de “Merry Christmas Mr. Lawrence” de Ryuichi Sakamoto, su letra habla de que “Más allá del punto de no retorno / es demasiado tarde / El daño está hecho”. En la parte murmurada de su final se escucha algo así como “Half of my life” (“La mitad de mi vida”) si se reproduce al revés, lo que no es difícil relacionarlo con la separación de Yorke (aunque, recordemos, puede que esta sea posterior a su composición).
La elegante melodía de piano “Decks Dark” y las cuerdas de “Glass Eyes” parecen confirmar que el grupo se siente más cómodo ahora cuanto más desolador sea el resultado. Si no se acerca al folk, al menos consiguen filtrar una sensación similar a través de la instrumentación (guitarra acústica, piano y cuerdas), más orgánica y acústica que en otras ocasiones. La electrónica sustenta las atmósferas de algunas canciones, envolviéndolas en una neblina disonante que evita la repetición y que suenen como otros, pero no las condiciona en absoluto. Esa herramienta sigue ahí pero que ya no es el centro de atención, algo claro en “Desert Island Disk”, que deviene marcada por su introducción acústica y una clara evocación a los tiempos de Tim Buckley o Nick Drake.
Hay otras nanas nocturnas como “The Numbers” (antes conocida como “Silent Spring”, el segundo gran momento del disco), que evoca tanto a “Expecting to Fly” de Buffalo Springfield como a referentes del folk inglés como John Martyn, y que encierra una frase en su texto, “Tomaremos lo que es nuestro”, que parece ser la llamada a la acción más clara de su carrera. Las dos canciones que le siguen, casi rematando el álbum, podían haberse beneficiado de una cierta poda en su duración. En “Present Tense”, una bossa nova no muy lejana de otras canciones del grupo como “Knives Out” o “House of Cards”, Yorke canta “Mientras mi mundo se desmorone / Yo estaré bailando, enloqueciendo / ¿Habrá sido en vano todo este amor?. Por su parte, “Tinker, Tailor, Soldier, Sailor, Rich Man, Poor Man, Beggar Man, Thief” es el momento en que más evidentes resultan las carreras al margen del grupo de Thom Yorke y Jonny Greenwood, mezclando la electrónica que tanto gusta al cantante como el trabajo para bandas sonoras en las que se ha centrado el guitarrista.
Queda para el final “True Love Waits” (tercer gran momento), un tema de la época de The Bends (1995) y que ya apareció en el EP I Might Be Wrong (2001) en una versión en directo registrada en Oslo, tema que aquí adquiere una apariencia de sonata gélida para piano, hermosa y con una construcción sónica enigmática. “Just don’t leave” (“Simplemente no te marches”), que entona Yorke como una larga, triste y conmovedora despedida, seguro que dispara las hipótesis del final de la banda.
Esta es la Piscina con forma de luna, el noveno disco de Radiohead. El quinteto de Oxford prosigue en su búsqueda de texturas, lenguajes y melodías que van construyendo a base de capas como puzles, pero que nunca pierden de vista la emoción. Lo más sorprendente es su cohesión interna a pesar de que sus temas tengan origen en años muy distintos, con sus distintas partes enfocadas en una misma dirección: la de una belleza de serena y desolada melancolía.