ULTRASÓNICA ARTÍCULO XACOBEO CONCERTOS NOVO MILENIO
Festival del Xacobeo, ¿nuevo milenio?
Ian McCulloch, de Echo & The Bunnymen: el mundo tras unas gafas de sol
¿Un gran Festival sin camping? ¿Un gran Festival con sólo cuatro conciertos cada día? ¿Un gran Festival movido por el dinero público? ¿Un gran Festival del nuevo milenio sin nombres nuevos? Decididamente, en la esquina del Noroeste peninsular las cosas son siempre de otra manera. Y no tanto como para proclamar que es mejor que Glastonbury (Ian McCulloch dixit).
Para los que se subieron al escenario, todo eso era lo de menos. ¿Balance? Tres días, siete conciertos para recordar, cinco olvidables y otros dos conciertos interruptus. Curioso, curioso: el mejor instante lo puso, pasando el Ecuador, el tipo que dio el peor concierto, Lou Reed, que a eso de la quinta canción se puso a divagar -y encandilar- con sus músicos en el único momento que se permitió el lujo de invocar a su leyenda.
Lou Reed perdido en el Gozo
Antes, el viernes, nos habíamos preguntado por qué unos catalanes desconocidos eran la única representación estatal -¿amigos de la productora Gamerco, quizás?- apelando a Dover y Hole. Tras ellos, la hora de The Darkness se hizo larga incluso entendiéndolos como un chiste.
Iggy Pop, iguana libre al fin
A partir de ahí llegaron tres nombres que quisieron reivindicar su momento en la historia del rock -y del dance-. Iggy Pop salió como si llevara enjaulado toda su vida, gritando, por si alguien no se había enterado, que estaba con los fucking Stooges. Así que no había “Lust For Life”, no. Que 30 años no son nada y “No Fun” fue coreado por unos 50 espectadores que, con su complicidad, subieron al escenario a robarle el micro, meterle mano y hacerse unas fotos con él. A la Iguana, el sol de la tarde sólo le inspiraba caos, locura y reclamar la paternidad del punk.
Mushroom, de Massive Attack, enredado en la red
Massive Attack hicieron el mejor concierto que en ellos es posible: elegante, sobrio y citando tanto al soul como a los experimentos menos complacientes de Radiohead. Su desconocido instrumental los situó en otra dimensión; por lo tanto, hay futuro. ¿Y qué se podía esperar de The Chemical Brothers? Que pusieran a bailar a 25.000 personas, incluso aquellas que nunca han escuchado un disco que no tenga guitarras. Si es así, cumplieron. Eso sí: vistos una vez, se les conocen todos los trucos.
Dieciséis horas más tarde, bien entrado el viernes, Starsailor intentaron que su pop bonito no quedara demasiado apagado en un gran escenario. ¿Lo consiguieron? Depende de en qué lado te sitúes. A continuación, la pesadilla sonora de Muse atronó hasta revolver las entrañas del mismo Monte do Gozo. Triunfo popular y deserción de bastantes que queríamos dormir sin que se nos apareciera el fantasma wagneriano de Matt Bellamy.
Matt Bellamy, de Muse, encantado de conocerse a sí mismo
Pedir masajes y baños turcos no debe ser una buena idea. A Lou Reed se le debió pegar el tufillo new-age, porque salió sin ganas, sin voz, con un repertorio plomizo y mal interpretado. Masacró “Perfect Day” para finalizar. Parece que sólo se encontró durante cinco minutos, los justos para dejar la sensación de que podía haber sido otra cosa. Al principio, escuchar de la boca de los siniestros “Abuelo, retírate” sólo inspiraban ganas de contestarles. Al final, hasta se les disculpaba.
Robert Smith hizo todo lo contrario. Un concierto para todos, repleto de singles, guiños al respetable, cinco canciones siniestras en homenaje a sus fans y dos horas intensas, muy intensas. Se ganó el trono del Gozo. Sus padres, entre el público, presumían de hijo. Él no daba crédito: se dedicó a fotografiar a su contenta y rendida audiencia.
Robert Smith, de The Cure, entre las sombras
Difícil papeleta para el sábado. Y para colmo, el tal Gary Jules que no aparece. A Amaral, una espectadora más, le ofrecen un bolo acústico improvisado de media hora. Acepta y canta, entre otras, el “Universal” de Lagartija Nick. Al final aparece el tal Gary Jules -“un yonkie me ha robado el piano,” explica- y sólo tiene 20 minutos de margen. Nadie se enteró.
El esquivo Bob Dylan
Media hora más tarde, por una esquina sale un tipo con sombrero de ala ancha y gafas de sol. No mira ni una sola vez al auditorio, no permite fotos, no deja conectar las pantallas de video. Se coloca detrás de su piano, de lado, y comienza su particular juego, el de las adivinanzas. ¿Cuántas canciones de Dylan puede uno reconocer? Cuantas más, más fan se es. Da igual: las descubras o no, son interpretaciones valiosas, muy cercanas a la raíz -country, folk, rockabilly, honky tonk…- de lo que nos ha congregado aquí. A la tercera, Dylan sale con la cabeza alta de Galicia y hasta mira una vez hacia el anfiteatro al despedirse -sin palabras, faltaría más-.
The Corrs; ¿de verdad tocaba la batería?
¿Qué pintaban ahí The Corrs, con su té al limón y sus efluvios de celta light? Gran interrogante. Su público no fue el del resto del festival, ni tampoco el que venía a ver a Echo & The Bunnymen. Ian McCulloch siempre arrogante, pleno de actitud y estilo, jugó de nuevo sus cartas: ese pitillo, esas gafas de sol, esa americana… Se le notaba suelto y juguetón. Su versión de “Walk On The Wild Side”, en la que acabó cantando “Rafael Benítez is our coach” -su entrenador, el del Liverpool, claro-, valió tanto como el 90% del concierto del autor de aquel clásico un día antes. Presentó “The Killing Moon” como la mejor canción jamás escrita y dijo aquello de que el Festival del Novo Milenio era mejor que Glastonbury. Amigo Ian, hubo cosas buenas, pero a veces conviene sacarse las gafas de sol.