MATTHEW SWEET, la bestia alterada

Suelo distinguir entre dos tipos de discos que me gustan: por un lado, los que simplemente “están bien”, esos que resultan agradables de oír cuando estás en un bar o mientras haces otras cosas en casa. No es música difícil de encontrar hoy en día, con la gran cantidad de grupos de todos los pelajes que pululan en sellos de todo tipo. Lo realmente complicado es dar con el segundo tipo, esa clase de discos que te atrapan de una manera irremediable, que solamente se pueden escuchar poniendo los cinco sentidos y sin que nada ni nadie distraiga tu atención; esos que te acompañarán, aunque sea con intervalos, a lo largo de muchos años; esos que, tal como se están poniendo los precios en este mercado, realmente te devuelven con intereses el dinero invertido. Cuanto más tiempo llevas escuchando música, más difícil resulta que algo te enganche de verdad. No es fácil que algo te golpee con la intensidad de los primeros discos, los que te metieron un veneno en el cuerpo a prueba de antídotos. Quizá sea una sensación imposible de recuperar. Sin embargo, de vez en cuando se encuentra algo que te hace revivirla, aunque sólo sea como un reflejo de algunos falsees que te cegaron para toda la vida.
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