SR. CHINARRO

Sr. Chinarro, los milagros se dan

 

 

 

Enhorabuena a los cuatro son una pareja y sus respectivos amantes. Viene un poco pensando en el fracaso de la idea del amor romántico como el principio del fracaso de la sociedad en conjunto, desde que empieza la pareja, empiezan a ser cuatro y así llegamos a un sistema repleto de traiciones. El fracaso comienza individualmente y se expande en nuestras relaciones más próximas y acabamos fracasando como país, o como primer mundo”. Es la presentación de Antonio Luque (Sr. Chinarro) de su décimo cuarto disco. Él mismo lo presenta. 

 

 

 

Me llamo Antonio Luque y nací en Sevilla en 1970. Por suerte vivo en Málaga y escribo canciones. Si escribo otras cosas es sólo para que se conozcan más las canciones. He grabado cientos de ellas, pero me gustan sobre todo las de los dos últimos discos. Sacaba sobresaliente en lengua. En clase de música nos echaban al recreo. Así me luce el pelo.

 

 

En aquellos tiempos en que la revolución se creía completa mediante la abolición de los derechos de propiedad intelectual y el puntual pago de las tarifas del ADSL más caro y lento de Europa se decía que el artista debía regalar su obra, porque si componía, si trabajaba, era solo porque necesitaba hacerlo, no porque pidiera y mereciera remuneración alguna a cambio. Pasaron los meses y se comprobó que el robo perpetrado por las telefónicas a los creadores de contenidos culturales era solo el principio de un saqueo de guante blanco burdamente tejido que afecta ya a todos los sectores de la población trabajadora, que busca ahora más que nunca quien le cuente qué está pasando: necesita oradores espontáneos, acaso trovadores -guitarras y panderetas no faltarán-, que animen sus reuniones, apenas permitidas por la turbación de los antidisturbios y la escasez de mobiliario urbano, por la proliferación de barreras arquitectónicas deliberadamente dispuestas para hacer de las plazas lugares imposibles, como diseñados por Escher -no por amor a la geometría, sino por una perversa redistribución de los vallados-.

 

 

¿Qué se siente al perder la paga extra, camaradas?

 

 

No, yo tampoco entiendo nada, y es cierto que compongo porque lo necesito. Los días más felices de mi vida son aquellos en los que logro dar formas aceptables a una parte de mis inquietudes, aliando pensamientos aparentemente inconexos, manipulando con palabras y acordes los miedos que sublimo en los sueños, y al revés. Cada uno de esos días deja una huella en forma de grabación en el disco duro de mi renqueante ordenador, y cuando por fin se me permite entrar en un estudio de grabación profesional no me queda más remedio que sentirme como un estudiante ante un examen final, pero, al contrario de lo que muchos compañeros músicos han llegado a pensar -también yo a veces-, el examinador no es el público, inexistente en los estudios de grabación y en esos raros días en que la materia gris que tenemos en común se hace única a mi alrededor en forma de sonido articulado, de canción más o menos inteligible por los otros, sino yo: soy yo quien se pone la nota al releer el diario que, como una Ana Frank chiripitifláutica, he ido dejando como único rastro del paso del tiempo (junto a la estatura y el vocabulario creciente de mi hijo, mi obra maestra, la única que trascenderá).

 

 

Pero, oh, puñetera condición la mía: soy quien pone la nota y quien ha de conocerla, soy esas dos personas que nunca coinciden. El que juzga el disco que va a publicarse, meses después de la grabación, de cientos de escuchas, tiene ya un siguiente disco a medio hacer y está concentrado en hacerlo: sin concentración es imposible dar forma a lo que en verdad no la tiene. Es como si mandase por correo un certificado de aptitud en el conocimiento de sí mismo a un piso en el que ya no vive nadie: permanentemente se nos desahucia de nuestro pasado, y cualquier ejercicio de memoria es solo especulativo. El disco nuevo se quedará en el disco duro del ordenador lastimero junto a las maquetas, esperando el fin de la batería de litio o el último vuelo del ventilador entre las nubes de pelusa, junto a esas fotos que nunca imprimí, en las que mi hijo o mis amistades, mis antiguos compañeros y uno que era yo, se veían tan lindos.

 

 

 

 

De las canciones que grabamos elegí doce, según un orden que aleatoriamente me regaló el teléfono una mañana nublada en que salí a correr por el camino en que hoy pasean los parados y los jubilados y antaño transitaba un tren de mercancías que hoy vienen de China y se distribuyen por el país mediante camiones que adelantan con temeridad por la carretera paralela; no sé qué prisa tiene la gente por comprar porquerías. Será que llega la Navidad.

 

 

Me encanta la Vía Xurra. Me parece un milagro que los árboles tengan kakis y mandarinas a pesar de que no haya vallas. Estoy lejos de mi lugar de nacimiento, no hay duda. No echo de menos el sur: ya no soy de allí, y es en el sur donde compuse las canciones de Enhorabuena a los cuatro, mirando al mar, soñando con el fin de los plásticos y los metales pesados, soñando que volaba o que nadaba.

 

 

Antes que en Málaga, donde apenas ensayé (baste decir que allí los comercios cierran a mediodía de 13:30 a 17:00), viví, compuse y ensayé en Sevilla, la ciudad en la que no sé moverme sin GPS, de la que solo recuerdo que la cerveza sigue costando un euro: el amor loco a las tradiciones tiene esta única ventaja.

 

 

Grabamos el disco en Madrid, en septiembre. Nunca había estado en Madrid más de tres días seguidos. Me bastó superar la primera semana para comprender que aquella había sido siempre mi ciudad: la ciudad de los que nunca tuvieron una. Que me perdonen los castizos.


¿Qué puedo decir de los Red Bull Studios? Si nada lo impide es con el técnico del estudio, Oswaldo Terrones, con quien compartiré piso en la capital. Háganse una idea pues de hasta qué punto estuve en el Matadero como en casa. A los pocos días Oswaldo era prácticamente uno más del grupo. También Pedro Portellano, coordinador de las actividades de la Nave de Música de Matadero Madrid, grabó una pista de guitarra en una canción, con lo que la sorpresa inicial que les di al saludar ante ellos al baterista por primera vez en mi vida, a Alfonso Luna, una sorpresa de tipo “¿qué clase de grupo es este?”, terminó siendo una impresión agradable, pues cuando las canciones están hechas solo hace falta equipamiento para darles forma, y de eso andan sobrados allí: hay que agradecérselo a Red Bull y a Matadero Madrid, en particular a Víctor Flores, director de cultura de Red Bull España, y a Pablo Berástegui, exdirector de Matadero Madrid. Lo agradezco, de corazón, y espero no olvidarme de nadie, pues soy un completo desastre para las relaciones públicas: para eso están en Mushroom Pillow y Ártica, que son quienes sacan mis proyectos adelante, por lo que más vale que me acerque a ellos con una nueva mudanza.

 

 

Tras Alfonso Luna llegaron los de La Habitación Roja: Marc Greenwood y Pau Roca. El primero como productor, bajista y teclista, y el segundo como guitarrista, teclista y lo que hiciera falta. Para no hacerme pesado aquí dejaré el detalle de los créditos del disco para el disco mismo. Alguno de vosotros acabará teniéndolo entre las manos y lo leerá. Parece un milagro, pero se da.

 

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