RUFUS WAINWRIGHT EN CONCIERTO 2005
Rufus Wainwright en concierto
(Sala Paradiso, Ámsterdam, 26 de noviembre de 2005)
“¿Os gusta esta chaqueta dorada?”, pregunta Rufus Wainwright, al tiempo que agradece a las dos personas que, esta misma tarde, se la han comprado. No es algo habitual en un concierto. Pero él tampoco es una estrella del pop al uso. En otros momentos de su actuación dedica una canción “al chico en la octava fila a la izquierda, o algo así”, pide conservar “algo de atractivo cuando el mundo se acabe” o se disculpa “con todos los hermosos chicos holandeses con los que no me he acostado, aunque se debe a que siempre me quedo poco, así que es culpa de quien organiza las giras”.
Hasta ahora, los productores de sus cuatro discos de culto han conseguido contener en las grabaciones la tendencia de Wainwright a sobreactuar, pero en directo puede soltarse y reinar como a él le viene en gana, como el gay completamente liberado que es, con su condición perfectamente asumida y explotada.
De todas formas, su condición sexual no es la que prevalece en sus conciertos, sino su extraordinaria faceta de hombre espectáculo, de intérprete capacitado para atraer la atención de un auditorio durante dos horas y media, incluso teniendo en cuenta que una gran parte de su repertorio está compuesta por baladas y tiempos medios.
La gira actual se abre con “Oh, What A World”, canción con la que alguien despistado situaría a Wainwright en la órbita de la música clásica. Pero no: lo suyo es el pop, pero con elementos del cabaret, la ópera, el melodrama… Tan convencido está de su éxito y de su arrollador atractivo que sale con una sonrisa que no abandona en toda la actuación, incluso cuando reconoce sus equivocaciones en público: tras los primeros compases, corta abruptamente “Natasha” para que la banda le recuerde el texto. En “Vibrate”, ‘la canción más difícil de interpretar’, aquella en la que canta que “Pinocho es ahora un niño que desearía volver a ser un muñeco”, su voz no llega a dar el tono y pide perdón.
El resto, salvo algún fallo de sonorización, sigue el guión previsto durante hora y media: dedica “Little Sister” a su madre y su tía, quien ha venido desde América a ver el concierto; canta en francés “Nuits de Miami” con su hermana Martha -quien, como telonera ya se había despedido en francés con “’dis quand reviendras-tu”, recordando a Edith Piaf-; presenta el inédito “Between My Legs”; recuerda que cantó “Peach Trees” por primera vez en este mismo escenario; hace dos versiones de Leonard Cohen, “Chelsea Hotel #2” y “Hallelujah”; no se olvida de “Memphis Skyline”, compuesta para Jeff Buckley; canta un villancico que compuso para el último disco de su madre y su tía Ann, “Spotlight On Christmas”, pidiendo perdón por cantarlo en fechas navideñas; y despide la primera parte con la contagiosa “I Don’t Know What It Is”.
Si hasta momento se había mostrado centrado en sus canciones interpretadas con la guitarra y el piano, el regreso al escenario representa la oportunidad de desmelenarse y destaparse como un showman completo. En “Old Whore’s Diet”, todo el grupo, enfundado en túnicas blancas, ensaya una divertida coreografía. A continuación canta “Gay Messiah” con una cruz detrás, una corona de espinas en su cabeza, su cara cubierta por una máscara y dos de sus técnicos escoltándolo como si fuesen soldados romanos.
No es todo. Para “One Man Guy”, la canción que su padre Loudon compuso en su día para él, se hace acompañar de sus dos hermanas Martha y Lucy, antes de terminar la actuación en batín de seda enlazando “Beautiful Child”, “Cigarettes & Chocolate Milk”, “Foolish Love” y “Moulin Rouge”. Nadie se permite tal licencia sobre las tablas, pero nadie hay hoy en día como él y, por ahora, en estado de gracia.