Robert Quine – Lou Reed
Robert Quine – Lou Reed: una amistad imposible
A finales de la década de los noventa, quizá ya en el año 2000, Lou Reed entra en una tienda de guitarras neoyorkina y se encuentra de improviso con Robert Quine, el que fuera su mano derecha durante un breve pero fructífero período en la primera mitad de los ochenta. Se ven, se miran, pero no se dicen nada. Demasiado orgullosos para dar el primer paso, demasiadas cuentas pendientes como para improvisar un saludo forzado a pesar de la admiración mutua. A Quine todavía le pesaba unos meses después: “Si hoy volviera a darse la oportunidad, me acercaría a saludar y hablar de cualquier cosa intrascendente. Es una persona difícil, pero también un genio y te lo puedes pasar en grande hablando con él. De vez en cuando escucho The Blue Mask y no puedo evitar preguntarme, ‘¿no sería genial meternos en el estudio durante una semana y grabar otro gran disco?’”. Nunca más volverían a cruzarse.
Texto: Carlos Rego
Robert Quine no fue sólo un guitarrista más en una de las muchas bandas que acompañaron a Lou Reed a lo largo de su carrera. Fue tal vez el único para el que Reed era un ídolo de juventud, desde los tiempos en que seguía a The Velvet Underground con su grabadora por los clubs de la Costa Oeste, obsesionado con sus discos e incapaz de conformarse con lo que oía en ellos. En esa época, 1969, Quine ya era un veterano guitarrista de 27 años que había pasado por todo tipo de bandas desde que su vida, como la de tantos otros, como la del mismo Lou Reed, fuera trastornada por el rock’n’roll de los cincuenta. Buddy Holly, Ritchie Valens, Link Wray, Quine podía pasarse horas hablando tanto de sus héroes de los 50 como de los guitarristas que pasaban desapercibidos detrás de ellos: el deslumbrante James Burton de los discos de Ricky Nelson, el ignoto guitarrista de los primeros singles de Jack «The Way I Walk» Scott… Tenía el mismo conocimiento enciclopédico de la guitarra de rock’n’roll que Lou Reed del doo wop de los cincuenta, compartían amor por el jazz menos académico (Miles Davis y Albert Ayler los favoritos e Quine, Ornette Coleman el de Reed), dominaban un idioma que a finales de los años 70 éste parecía haber olvidado. En discos como The Bells o Growing Up In Public Reed había necesitado ayuda externa para componer buena parte del material, y el peso de la música caía en Michael Fonfara, un teclista que dominaba unos arreglos alejados de la simplicidad que siempre había sentado mejor a sus canciones, ampulosos por momentos, sobre todo en Growing…, muy lejos del entorno sonoro en el que sus mejores canciones se habían desarrollado, y a años luz del que su olvidada guitarra exigía. Si necesitaba un sparring con el que compartir un ring más eléctrico, pronto se le aparecería inesperadamente.
En 1981 Lou Reed parecía un hombre nuevo. Atrás quedaban drogas y alcohol, maquillaje y amantes transexuales, ahora disfrutaba del Tai Chi Chuan y las motos, y de una estable vida marital entre New Jersey y su Manhattan del alma en compañía de Sylvia Morales, la mujer que había logrado hacerle creer en las virtudes de la vida doméstica y de mantener su privacidad a recaudo de periodistas y curiosos. Además, había sido la responsable de su encuentro con Robert Quine. Veterana del ambiente que rodeaba la escena CBGB’s, en cuanto se dio cuenta de que su marido planeaba un regreso a la guitarra y el rock básico, organizó una comida con Quine. Lou ya lo conocía de los días del CBGB, pero necesitaba comprobar si podría trabajar con él, si encajaría con su carácter. El flechazo fue casi instantáneo, certero cuando a una mención aparentemente trivial de Reed relativa a su intención de volver a tocar la guitarra a Quine se le escapó un espontáneo “¡Eso sería genial!”. Las conversaciones sobre guitarras, guitarristas y comics desembocaron en el nacimiento de una nueva amistad, y durante una larga temporada no era raro encontrarlos juntos por el Village, algo no muy común en el huidizo Reed.
Quine había pasado la primera mitad de los años 70 apartado del ambiente musical, tratando de hacer carrera como abogado en San Francisco y mudándose a New York al fracasar en el intento. Un trabajo en una oficina dedicada a derecho fiscal casi acaba con él al tercer año, así que animado por el ambiente subterráneo de la ciudad decidió hacer un último intento con una guitarra que nunca había abandonado: “El enfrentarme con un trabajo tan horrible me forzó a pensar: mis padres, la sociedad en general me habían lavado el cerebro convenciéndome de que ser músico era algo inaceptable, pero finalmente decidí intentarlo al menos una vez más”. Un empleo en Cinemabilia, tienda de libros y posters cinematográficos, lo conectó con un par de jovenzuelos que también proyectaban una carrera musical. Tom Verlaine y Richard Hell también se ganaban la vida allí, y la conexión entre los tres fue inmediata, sobre todo la de Quine y Hell. Tanto, que cuando Hell dejó los Heartbreakers logró convencerlo de que se uniera a su nuevo grupo. Junto a él en The Voidoids, y con esa pinta de “vendedor de seguros trastornado” (son sus palabras), crearía el canon guitarrístico por que el que el rock neoyorkino debería medirse a partir de entonces, formando con la imprescindible ayuda de Ivan Julian una pareja de guitarras a la que sólo el dúo Verlaine/Lloyd hacía sombra en la ciudad.
A finales de año, Reed entraba en el estudio con su nuevo escudero y una sección de ritmo. Nada de teclados o secciones de viento, sólo el cuarteto clásico de rock’n’roll. “Nada puede mejorar a dos guitarras, bajo y batería”, le podía escuchar quien se pusiera a tiro, y en Fernando Saunders (bajo) y Doanne Perry (batería) encontró la base perfecta para su esperado renacimiento, musculosa y sólida al tiempo que elástica, con el savoir faire que da el trabajo como músicos sesioneros en todo tipo de estilos. El plan era simple. Se trataba de tocar en directo, sin trucos de estudio y buscar la mejor toma posible, no la más perfecta sino la que reflejara el espíritu de la canción y la interacción entre los músicos: “Saunders y Perry se vieron sorprendidos por nuestra forma primitiva de tocar”, confesó Quine. “Había una intensidad especial que nos llevó a reaccionar ante lo que hacían los demás. No es un disco de jazz, pero tiene una sensibilidad parecida”. No hay retoques, una guitarra suena por cada canal del stereo, y desde el inicio con «My House» es fácil percatarse de que el cambio iba en serio. El sonido metálico y crudo de las guitarras, en una época en que apenas los grupos underground se atrevían a sonar así de naturales, lo alejaba de prácticamente todo lo que había grabado en los 70. Lou reconocía que en anteriores grupos había quien se echaba temblar cuando proponía hacer algún solo, pero ahora era su propio guitarrista el que lo animaba. Quine había desgastado los surcos de White Light/White Heat, conocía al dedillo de lo que Reed era capaz a pesar de su rudimentaria técnica y sentía que sus estilos se complementaban. Tenía razón, pero no sabía que estaba plantando las semillas de su futura y dolorosa ruptura.
Si damos por cierto que The Blue Mask pudo haberse llamado Heaven and Hell, ese título provisional habría reflejado perfectamente su contenido. Por un lado la serenidad de «My House» (“Tengo una vida feliz, mis escritos, mi moto y mi mujer”), la continuación de «A Gift» que supone la sugerente «Women» (“Adoro a las mujeres”), o su reconocimiento ¿socarrón? como un tipo normal en «Average Guy», muestras de rock conciso, elegante dentro de su sencillez, cantado sin excesos y bordado por un par de guitarras que tejen un fondo de discreta brillantez. La otra cara de la moneda comienza con la amenaza latente de «The Gun», que sin llegar a explotar predice la barbaridad que da título al disco, un salvaje episodio sadomasoquista en el que las guitarras se alimentan de una letra atroz y una interpretación vocal al borde del paroxismo para desatar una tormenta de feedback culminada por el solo de Reed, sin parangón en su discografía previa y descendiente directo de los explosivos solos de «I Heard Her Call My Name». Robert Quine, por su lado, reserva sus malas artes para «Waves of Fear», reflejando la paranoia del texto en un brutal combate con el mástil de su guitarra que parece no dejar supervivientes. El disco acaba como empezó, con una sentida vuelta a la adolescencia en «The Day John Kennedy Die» y «Heavenly Arms», desarmante muestra de amor incondicional hacia Sylvia de resabios doo wop realzados por los gorgoritos de Saunders.
El unánime éxito de crítica de The Blue Mask no se reflejó en las ventas del disco, y la decisión de Reed de no volver a pisar un escenario, eso es lo que decía por entonces, no debió ayudar demasiado a mejorarlas. Lo que sí mejoró fue la confianza en sí mismo. Tanto, que la simplicidad redescubierta en ese disco marcaría el resto de su carrera, y pocas veces volvería a desviarse de ese camino. Sabía que había grabado un gran disco, y estaba decidido a retomar las riendas de su carrera sin recomendaciones externas, y menos aún de subordinados: “Cuando hicimos Legendary Hearts a finales de 1982, se había convertido en un fanático del control. Rechazaba las ideas que le presentaba y se sentía demasiado pendiente de su carrera”, recordaba Quine años después. La entrada de Fred Maher en sustitución de Doanne Perry no sería el único cambio, el ambiente de las sesiones era otro, el humor había cambiado y la tensión era palpable: “No se puede decir que sea una persona agradable pero, en cierta manera, me respetaba. Si él me gritaba, yo lo hacía también. Soy una persona muy franca, y no aguanto mierda de nadie. Su problema es que le gusta rodearse de gente que lo adule.”
Si quisiéramos resumir Legendary Hearts en pocas palabras hablaríamos de lo que pudo ser y no fue, aunque estuvo a punto. El material de partida era magnífico, sin la parte explosiva de The Blue Mask, pero a su altura en el resto, una colección de canciones engañosamente “normales” que bajo un armazón todavía más básico que el de su predecesor escondían tormentas ocultas y algunos de los mejores ejemplos de ese “country neoyorkino” que Alan Vega atribuía a Reed. Desmintiendo, o al menos contradiciendo, la paz que parece sugerir la falta de distorsión y solos incendiarios, los fogonazos saltan en frases como “si me hubiera quedado en casa te habría matado” en medio del en principio trivial paseo motero de «Bottoming Out». También en la magnífica «Betrayed», dolorosa historia de traición en la que los “I hate you, I hate you, I hate you” restallan como latigazos, y al igual que esas “promesas que nunca debí haber hecho, no puedo estar a su altura” de la clásica balada que titula el disco, contrastan con la felicidad conyugal que parecía presidir su vida y que sólo asoma en la deliciosa y hogareña «Rooftop Garden» .
En general, el tono del disco es más tenso en el fondo que en la forma, y a Robert Quine no se le escucha demasiado. Apenas araña en una «Martial Law» que sí explotaría en directo, y acaricia en dos bonitos y líricos solos que demostraban que no sólo sabía hacer ruido. Su máxima era escuchar la letra y adaptarse a lo que contaba, y en la elegíaca y hermosa «Home of the Brave» demuestra la misma empatía con ella que su jefe mostraba con los menos afortunados. Sin embargo, Legendary Hearts no reflejaba lo que él había oído en estudio, lo que se oía en la mezcla que se había llevado para casa. Lou había vuelto a mezclar el disco a última hora y Quine estalló: “Cuando recibí la mezcla final, me volví loco. Prácticamente me echó del disco. Estaba en Ohio, en casa de mis padres, cogí la cinta y la machaqué contra el suelo. No respondí a sus llamadas durante un mes, pero él era consciente de lo que había hecho y creo que entendió cómo me encontraba. Todavía tengo casetes de la primera mezcla, era un muy buen disco, pero él lo hizo sonar apagado, sin brillo”. Desgraciadamente, nunca llegaremos a escuchar esa mezcla de la que habla Quine, pero podemos acordar con él en que al sonido le falta algo de vida, y el lírico bajo de Saunders invade el plano de las guitarras hasta hacerse antipático, dejando en un muy buen disco lo que podría haber sido un gran disco, casi a la altura del anterior.
El grupo sí daría la medida de sus posibilidades encima del escenario, porque a pesar de la promesa hecha apenas un año atrás, Lou Reed volvió a tocar en directo. Primero en su amado New York, con unos celebradísimos conciertos en el Bottom Line que lo mostraban confiado y crecido como guitarrista, espoleado por su escudero ideal, luego de gira por esa Europa en la que todavía podía llenar estadios. Ahí nació Live in Italy, uno de esos discos de los que nadie parece querer acordarse, ni siquiera los protagonistas. Quine no creía que aquellos fueran los mejores conciertos de la gira, pero si exceptuamos dos o tres clásicos correctos pero rutinarios, lo cierto es que las recuperaciones del repertorio Velvet suenan como tal vez nunca debieron dejar de hacerlo, especialmente «White Light/White Heat» y un magnífico medley de «Some Kinda Love/Sister Ray» con las guitarras echando humo. Además, una feroz «Martial Law» justificaba el desencanto del guitarrista con la versión de estudio y cosas como «Sally Can’t Dance» o «Kill Your Sons» ganan una mala baba que se echaba en falta en las versiones originales.
Aparentemente la pareja de guitarristas funcionaba perfectamente, o así sonaba, al menos, pero en realidad a partir de la aparición de Legendary Hearts su relación personal era cada vez peor. En la biografía de Reed escrita por Victor Bockris, Quine se despacha a gusto contando los continuos desplantes de un Lou cada vez menos interesado en colaborar y sí en dirigir y controlar, los celos y los bipolares cambios de humor que tan bien conocen sus más cercanos. Tal vez su problema era que para él tocar con Reed no era un trabajo más en el que simplemente obedecer órdenes, y la admiración que profesaba a su “jefe” le llevó a una implicación emocional que a la larga jugó en su contra. Las malas lenguas recordaban lo que le había hecho Reed a John Cale, otro que no se callaba, y aunque su característico hermetismo nunca nos permitió conocer su visión del affaire, el siguiente paso en su carrera confirmaba las sospechas de Quine. Dos días antes de comenzar las sesiones de New Sensations, Reed decidió que no necesitaba otro guitarrista… Aunque a la prensa le contó que Quine no estaba disponible.
La verdad es que no parecía necesitarlo. Enamorado de las bases rítmicas poderosas que ofrecían las nuevas tecnologías de grabación y decidido a dejar las oscuridades atrás, Reed parió un disco en que las ganas de normalidad y felicidad llenaban los surcos. En la exploración de la vida adulta que pareció emprender en The Blue Mask cabían las dudas, las luces y sombras del matrimonio más o menos tradicional (aquí los celos que casi acaban violentamente, otra vez, de «Endlessly Jealous»), pero finalmente parecía que todo encajaba. Las nuevas sensaciones eran los placeres cotidianos, los videojuegos o los paseos en moto, que ya no ayudan a relajar los arrebatos violentos de «Bottoming Out», sino que se convierten en símbolo de una vida sin complicaciones. El single «I Love You Suzanne» rezumaba la gloriosa intrascendencia del mejor rock’n’roll prebeatle, y en el resto del disco aparecían coristas femeninas y agradables teclados que lo acercaban tímidamente a las listas tras años de ausencia. Si The Blue Mask recordaba al disco del plátano y White Light/White Heat, y Legendary Hearts al tercero de la Velvet, New Sensations podría pasar por su Loaded para los 80, ligero, inspirado y luminoso.
Robert Quine aún volvería al redil para una larga gira mundial, pero ya sólo como mercenario. Cada vez contaba con menos hueco en los arreglos, el ambiente y el humor de un Reed alérgico a las oscuridades habían cambiado tanto que incluso le pedía que prescindiera de sus gafas negras o que sonara más “alegre” en «Waves of Fear», y la presencia bastante incongruente de un teclista que no aportaba nada restaba intensidad al conjunto. Al final de otra tortuosa gira se despidieron educadamente. Nunca volverían a tocar juntos: “Al animarle a volver a tocar la guitarra estaba cavando mi propia tumba, pero volvería a hacerlo porque se lo debía. Este tipo cambió mi vida. Si hice algo para ponerlo de nuevo en la buena dirección…”.
Tras el trágico suicidio de Quine en 2004, Lou Reed escribió un corto pero sentido obituario: “Robert Quine fue un magnífico guitarrista, original e innovador. Era una extraordinaria mezcla de gusto, inteligencia y habilidades rocanroleras, que unía a una técnica enorme y una memoria erudita para todo buen riff grabado. Me pasaba cintas con solos de músicos ya desaparecidos y olvidados. Quine era mejor que todos ellos. Si alguien puede encontrar sonidos más interesantes que los de Quine en «Waves of Fear», bueno, tal vez sea alguna otra cosa suya”. Seguro que a Robert Quine le hubiera gustado escucharlo.