JOSELE SANTIAGO
Josele Santiago, alto solo es un lugar
Las golondrinas etcétera (2004), Garabatos (2006) y Loco encontrao (2008) sirvieron para presentar de nuevo a Josele Santiago en sociedad, tras muchos años encabezando al grupo de referencia del rock español, Los Enemigos, una vez que el grupo se separó en 2002. En esos tres discos optó por un sonido más acústico. Ahora vuelve a su faceta más eléctrica con Lecciones de vértigo, que presenta este viernes en la Sala Capitol de Santiago en el que será su única actuación con la banda al completo en Galicia este año.
“Se trata de intentar decir las cosas con menos palabras y sobretodo menos raras”, aseguraba Josele Santiago a Ignacio Juliá en la presentación de su cuarto álbum. “Las cosas ya son complicadas de por sí, no es sencilla la vida cotidiana, nadie dijo que iba a ser fácil. Uno intenta reflejar esa complejidad implícita”.
Mucho han cambiado las cosas para Josele Santiago desde que en 2002 se separasen Los Enemigos. Superó voluntarioso adicciones varias -“ya no tomo ni un mal Gelocatil”-, las comunes a un ramo de insalubres tentaciones como la farándula. Se casó en Barcelona y está empadronado en Castelldefels Alejado de la playa, eso sí, pegado al monte; se intuye que absorto en sus menudencias, siempre observando desde fuera del meollo.
Hoy Josele, a sus 46 inviernos, vuelve a dar un giro a su carrera en un cuarto trabajo, Lecciones de Vértigo, que le ha visto recuperar la guitarra eléctrica y el pálpito de un rock soterrado y elocuente, nada ornamentado ni agresivo, en los huesos de una poética cada vez más certera por indirecta. En este disco no se respetó el directo riguroso y se prescindió del antes muy presente piano, no así del sedoso toque del órgano Hammond. “El método había de ser distinto si yo me iba a encargar de las guitarras solistas y todo lo demás, teníamos que grabar las bases antes y luego ir puliendo aristas”.
Esa es la principal razón por la que Lecciones de Vértigo recupera en cierto modo la dinámica de un rock festivo y estiloso, también por momentos sentimental a pesar suyo. “Hemos grabado primero guitarra, bajo y batería, con lo cual he tenido más espacio, como guitarrista y como cantante, que también me apetecía mucho, hacía muchísimo que no me ponía así a cantar”.
Es este un álbum rejuvenecedor, casi primaveral, anclado en viejas formas de canción rock y sonidos eléctricos que, por gustosamente clásicos, no se marchitarán cuando regrese el otoño y caiga luego otro invierno. Lo es, en parte, como inconsciente respuesta a haberse gestado en luctuosos tramos vitales. La reacción hipócrita generalizada ante la desaparición de Antonio Vega, por ejemplo, expuesta en “El lobo”. “A mi modo de entender, se dijeron muchas sandeces. A veces la envidia se disfraza de compasión. Vivió como le salió de los cojones… y punto. La canción va de supervivencia y libertad, de ir a tu bola”.
También la composición más especial del álbum para él, “Pae”, evocando la larga y absurda agonía de su padre, en un hospital de Cádiz, en pleno carnaval, que recuerda cuando aún no ha pasado un año. “Murió de fumar, de un cáncer de pulmón. Estaba el hospital justo al lado de donde hacían los concursos de chirigotas, aquello era demencial, surrealista”. La portada del disco la firma el pintor Santiago Bueno, amigo de su padre.
Hay más en este álbum. Siendo joven y estúpido, como lo fuimos todos, resultaría harto improbable que hubiera abierto un disco con una canción como “Hagan Juego” y su metafísico primer disparo: “Puede que no sea volar / No tenerle apego al suelo / Alto sólo es un lugar / Vulgar / Para el cielo”.
Seguramente tampoco hubiera compuesto antes “Canción de próstata”, en la que se cachondea de ese nuevo espécimen de gallito ibérico que asola nuestras calles patrias virilmente maqueado, ni hubiera sentido incrédula repulsa ante la estupidez contemporánea del culto al cuerpo que desvela “Sin dolor”. “Trata de esa manía con la puta felicidad, que es una enfermedad tremenda. Tú puedes aspirar a ser mejor persona, a disfrutar más de las cosas, grandes o pequeñas, como quieras, pero ¿a ser feliz…?”.
En “Sol de invierno” Josele factura otro hermoso tiempo medio en la acera luminosa del callejón, reverso de aquella canción de hace unos años que recordaba a tantos caídos de nuestra generación. “Es como la arenga a una tripulación que va a dejar el barco para bajar a tierra: intentad pasar desapercibidos y no deis mucho el cante. Calladitos y eso, sin hacer mucho ruido”.
Lecciones de Vértigo concluye en naturalista interpelación a un Dios desconocido por inexistente, tal vez encarnado en ese oceánico demiurgo que representa “El Estibador”, en la que aquel muchacho del madrileño barrio de Caño Roto canta con su inconfundible deje: “El cielo es azul / Se llega en autobús / Reparten caramelos / Y apagan la luz”.
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