INDONESIA
Indonesia, cada isla un mundo
Bienvenidos a la mayor cadena de islas del mundo, con 17.000 o 14.000, según las interesadas versiones, y tres zonas horarias distintas. Indonesia. Un archipiélago que vale la pena visitar a pesar del largo viaje en avión que hay que hacer y del precio casi prohibitivo del trayecto.
Pronto compensa, ya que se trata de uno de los territorios lejanos más fáciles de recorrer por uno mismo con la mochila y poco más. Razones no faltan: hay un mínimo de infraestructuras -se trata de un país en vías de desarrollo-, tienen el inglés como segundo idioma y, sobre todo, cuentan con la inagotable amabilidad de la gente del lugar, siempre dispuestos a ayudar y siempre con una sonrisa desinteresada en la boca.
Lo primero que puede sorprender de este Estado, que acaba de celebrar sus 50 años de independencia de los holandeses, es despertarse de madrugada con la llamada a la oración que llega desde potentes altavoces en los más insospechados lugares. Nada extraño en el Estado islámico más grande del mundo, aunque conviene recordar que conviven en perfecta armonía con cristianos, hinduistas y budistas.
Otro dato anecdótico es el mar de antenas parabólicas en los tejados que sale de los arrozales y acompaña cualquier recorrido, visibles incluso en las casas que no tienen ni lo más indispensable. El contraste se explica por el tiempo que pasan delante del aparato y el morbo de ver lo que en su propia televisión está censurado.
Sólo la mitad de estas islas volcánicas están habitadas y, entre ellas, hay que escoger un itinerario a medida, que muy bien podría comenzar en la más occidental, Sumatra, la que hasta ahora mejor ha conservado sus tradiciones y la que tiene más por descubrir al margen de las rutas turísticas.
Lo más interesante pasa por la isla interior de Samosir, dentro del Lago Toba, un lago mayor que el Mar Muerto y el lugar ideal para recorrer con calma en bicicleta, que se puede alquilar por unas 300 pesetas al día. Este paraíso de ritmo pausado ha sido el lugar elegido por más de un europeo para perderse toda una vida, tanto que allí puede uno encontrase al mismísimo Camarón Batak (un descendiente de padre gitano andaluz y madre batak, la tribu del lugar) cantando en varios idiomas en el bar más cutre del lugar.
También en Sumatra merece la pena darse un paseo por la selva de Bukit Lawag, un lugar alejado de toda civilización, como se puede comprobar en los escasos y poco dotados hoteles de los alrededores, y que está dedicado a la reintroducción de orangutanes en la jungla. El último destino en Sumatra bien podría ser Bukitingui, población conocida por las luchas de búfalos que se celebran en un descampado cercano -con apuestas de por medio- y por tener una de las dos sociedades matriarcales del mundo, los minangkabau: al casarse, los hombres sólo pueden visitar a sus mujeres unas horas determinadas, y los hijos son educados por sus madres y los hermanos de éstas, nunca por sus padres.
Saltando en el Índico se llega a Java, la isla de la Administración y los templos. Aunque sólo ocupa el 7% de la extensión total de Indonesia, concentra casi al 80% de la población. Por ello el Gobierno paga a las familias para que ocupen otras islas, dándoles casa, tierras y alimentos para todo un año. Lo mejor es huir cuanto antes de la capital, Yakarta, ciudad de nueve millones de habitantes, innumerables bancos y atascos sin fin y decidirse por el cercano Jardín Botánico de Bator o el Parque de Cipodas, dos lujos de la naturaleza cercados por la jungla de asfalto.
La ciudad de Yogiakarta, a pesar de su caos circulatorio -los sábados por la tarde pueden contarse más de cien motocicletas por minuto de jóvenes que bajan a tomar al asalto la calle principal-, tiene un Sultán que conserva su poder al margen del régimen militar del país y un Palacio que merece una visita. Relativamente cerca está el templo budista más grande del mundo: el Borobodur, con más de 60.000 m3 de piedra tallada y una serie interminable de pasillos con relieves e imágenes de la vida de Buda por los que conviene perderse a primera hora de la mañana, antes de que el sol y los turistas lo impidan contemplar como se merece.
Antes de dejar Java, es obligado conocer el Cañón Verde de Pangandaran, descubierto hace tres años: un impresionante tajo en el curso del río por el que se puede intentar avanzar contra corriente para contemplar toda la belleza del barranco.
Bali es la isla más hermosa y colorista, pero también la más explotada turísticamente. Lo mejor es perderse en una motocicleta -a 500 pesetas el alquiler por día- por las carreteras menos trilladas e intentar participar en alguna de las celebraciones hinduistas que se celebran en sus miles de templos. Ineludible es la visita al Besakih, el mayor templo de Bali, que se extiende por la ladera del Monte Gunung Agung, una montaña sagrada que se tiene por refugio eterno de las almas difuntas y por morada de los antepasados.
Una curiosidad morbosa es el poblado Trunjan en el Lago Batu, en el que no entierran a los muertos, sino que los dejan a cobijo de los árboles, con sus huesos y despojos a la vista. También es recomendable Ubud, el centro del arte de Bali, un lugar en el que más de un artista occidental lleva establecido desde hace décadas, contagiando el amor por la pintura a los tanto a los nativos como a los visitantes.
Queda para el final Lombok, una isla que intenta aprender y copiar el desarrollo turístico de Bali, pero que por ahora no ha conseguido su propósito. Lo más interesante es el arrecife de coral de tres islotes -Gili Air, Gili Meno y Gili Trawangan-, parcialmente destruido por el Ejército con explosiones supuestamente secretas, aunque de resultados tan evidentes como perjudiciales. Para rematar el viaje, cabe la posibilidad de acercarse a Komodo, otra isla en la que vive el dragón del mismo nombre, famoso por ser el lagarto más grande del mundo y haberse merendado a más de una persona.
La aventura de llegar a este enorme país merece la pena, aunque sólo sea por poder contemplar la luna con un círculo luminoso que la rodea -al que los lugareños llaman arco iris- debido al efecto de la humedad del ambiente sobre su luz, o por poder asistir a alguna de las danzas tradicionales de movimientos suaves y acompasados, acompañados de una música hipnótica, conocida como gamelán, en las que los bailarines parecen estar en trance, mientras entonan todo tipo de plegarias, agradecimientos, cortejos o celebraciones.