GALÁPAGOS, OCÉANO PACÍFICO
Galápagos, el paraíso salvaje
Han sido ocho horas y media cuando normalmente se emplean cuatro y, en los peores casos, seis. El barco, el más pequeño de los que surcan estas aguas llevando turistas, y que hasta no hace mucho se dedicaba a la pesca, ha estado toda la noche a merced de las olas y el fuerte viento. Nadie más se ha atrevido a cruzar desde la Isla Santa Cruz a la Española. Incluso y el capitán y sus marineros reconocen que no recuerdan nada igual.
Mareados al poner el pie en tierra, los cinco viajeros sentimos que ha valido la pena. Una vez más, como en el resto de las islas de este archipiélago, nos rodean cientos de lobos marinos, iguanas, numerosos tipos de aves… Además, un poco más adelante, cerca de los acantilados, nos espera una colonia de albatros dedicándose al cortejo nupcial. Es el único lugar del mundo donde se pueden encontrar en tierra en este número. Alguno intenta volar, pero a su pesado cuerpo le cuesta demasiado despegar. Los que regresan, más que aterrizar se golpean con las rocas al caer. Para el viajero está claro que la experiencia de la noche anterior, al borde del naufragio en varias ocasiones, ha tenido su recompensa.
Así son las Galápagos: uno de los destinos más caros y más difíciles de alcanzar del mundo. Pero, una vez allí, y aunque uno no se sea un fanático de la vida animal, todo el esfuerzo se ve recompensado por un paisaje único y una flora y fauna absolutamente asombrosas. Mejor aún: ninguna de las iguanas, ninguno de los pájaros, ningún animal escapa cuando nos acercamos; nunca se han sentido intimidados por la presencia del hombre porque ésta ha sido casi inexistente hasta hace bien poco.
Parece mentira que estas trece islas volcánicas, diseminadas a lo largo de 45.000 kilómetros cuadrados de océano, a más de 1000 kilómetros de la costa más cercana -Ecuador- y con una colonización humana casi inexistente hasta el siglo XX, hayan tenido tanta importancia en la percepción que la especie humana tiene sobre sí misma.
Sí, esta tierra temida antes como un infierno sin agua, refugio de piratas y que fue alcanzada por un misionero español a la deriva en el siglo XVI, fue el lugar que impulsó a Charles Darwin a formular su teoría de la evolución a partir de la selección natural, teoría que transformaría los valores y las actitudes de toda una civilización.
Hoy, en la región ecuatoriana que goza de mejor nivel de vida, se admiten nada más que 65.000 turistas al año. Éstos, además de pagarse el avión desde sus países hasta Ecuador y, después desde Quito o Guayaquil hasta las islas -unos 400 dólares ida y vuelta-, han de desembolsar otros 200 dólares de entrada al Parque Nacional. Es la única forma de controlar el turismo y de mantener los espacios vírgenes. El control aquí es riguroso y sus 16.000 habitantes saben que de ello depende su futuro.
Precisamente, es ese afán conservacionista el que ayuda a la sensación que tiene cada visitante de que vive en exclusiva experiencias únicas como nadar junto a los tiburones martillo, los pingüinos o las tortugas marinas, o caminar junto a colonias de fragatas o pájaros de pies rojos o azules.
El aeropuerto está en Baltra, comunicada con la Isla de Santa Cruz, justo en el centro del archipiélago. Es la única con un cierto desarrollo y desde la que parten los barcos que conducen a los turistas por las diferentes islas. Todos tienen un recorrido limitado a cuatro o siete días, y su nivel de comodidad y servicios difiere de unos a otros. En todo caso, es difícil conseguir una semana en barco -con pensión completa obligada- por menos de 500 dólares.
Los asentamientos humanos -principalmente Puerto Ayora, Puerto Baquerizo Moreno y Puerto Villamil- sólo representan el tres por ciento del total de la tierra del archipiélago. El resto fue protegido como Parque Natural en 1959, espacio en el que los turistas sólo pueden pisar los itinerarios perfectamente señalizados en cada isla. Más tarde, en 1986, una vasta extensión oceánica de 130.000 kilómetros cuadrados fue declarada Reserva Marina.
Cada isla tiene su atractivo, empezando por los distintos paisajes que la lava y la actividad volcánica han ido formando en cada una. La primera impresión puede ser, a veces, de rechazo al contemplar los cactus, la imagen desértica o el terreno rocoso y negro, aunque el poso que deja en la memoria se encarga de desmentir posteriormente esta sensación.
El mayor atractivo reside, como se puede imaginar, en la fauna del archipiélago, de la que una buena parte es endémica, es decir, que no se encuentra en ningún otro lugar del mundo. A esto hay que sumarle el atractivo de que nunca las concentraciones de animales son numerosas, con lo que siempre se es plenamente consciente de lo que sucede alrededor.