COLUMNA DE OPINIÓN

Un concierto… de otros mundos

 

 

Hace unos días tuve ocasión de asistir a un concierto de la banda de tuaregs de Argel Imarhan. Hasta ahí, todo bien. De hecho, estuvieron de gira por España recientemente. Sin embargo, esta actuación en concreto la viví en La Haya, poco antes de que se acercasen por aquí. Estaba pasando unos días en los Países Bajos y consulté la agenda de conciertos en Ámsterdam. No había nada que me llamase tanto la atención, así que pensé en consultar la de La Haya, que me quedaba más cerca, aunque habitualmente tiene menor oferta. ¡Bingo! Hubo suerte: Imarhan en directo, 20 euros, lunes por la noche, entradas disponibles.

 

Era uno de los primeros conciertos tras la pandemia, así que había ganas de disfrutarlo intensamente. Además, todo lo que viví en la sala (Paard) contribuyó a ello, aunque me dejó una sensación de incredulidad, algo que seguro muchos hemos vivido alguna vez o lo hemos escuchado en voces de otros. ¿Realmente era así como lo estaba viviendo? ¿Me habría equivocado? ¿El recuerdo tendría a edulcorar lo sucedido?

 

Para empezar, el pase estaba fijado a las 20 horas, tras la apertura de puertas a las 19:30. Tras hora y media de concierto, a las 21:40 estábamos todos fuera. Horario europeo, sí, pero probablemente trasladable a otros países. Con capacidad para unas 300 personas, al entrar la sala se veía prácticamente llena. Recordemos que se trataba de un lunes por la noche y que la ciudad tiene unos 500.000 habitantes. ¿En cuántos lugares se llenaría una sala de esas dimensiones un lunes tratándose de una banda que hace blues del desierto y que no viene de la órbita anglosajona ni tiene un gran aparato promocional o de apoyo detrás?

 

A simple vista, la edad media de edad de los asistentes sería de unos 30 años. A mi lado, en primera fila, había un grupo que, como mucho, llegaban a los 20 años. Ahí sí se veía un relevo generacional, un público interesado en un concierto de blues y rock -no hip-hop, trap o sonidos latinos-. Por si no era suficiente motivo de asombro, resulta que entre ellos no hablaban, sino que estaban pendientes de la actuación y aplaudiendo con ganas cada canción -lejos de la supuesta frialdad nórdica- y, además, no se veía ningún móvil grabando lo que sucedía en el escenario. Vamos, igualito que en España.

 

Eso sí, al salir, casi nadie en las calles y pocos garitos abiertos para echarse una cerveza. Nada extraño en un país en el que a las seis de la tarde los semáforos están en ámbar porque no se necesita ya ordenar un tráfico prácticamente inexistente a esas horas. No se puede tener todo, claro está.

 

 

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