PRIMAVERA SOUND 2016

Primavera Sound 2016: de la angustia vital a la playa

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Xavier Valiño asistió a la parte principal (la de este fin de semana) del Primavera Sound, que se saldó con un nuevo éxito y la primera vez que vendía absolutamente todas sus entradas. Aquí repasa algunas de sus principales claves.

Texto y fotos: XAVIER VALIÑO

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Los números hablan por sí solos: 200.000 espectadores, con un 52% procedente del extranjero (142 países); 3.500 acreditados a la feria profesional (un 30% más que el año pasado), entre los que destaca el incremento de la presencia latinoamericana; diecinueve escenarios, trece de ellos en el Parque del Fórum;

349 actuaciones (más de 100 gratuitas)… No sería suficiente para hablar de éxito rotundo si las frías cifras no se acompañasen de una propuesta musical de enjundia que presenta tanto nombres que atraen a gran número de gente como una segunda fila de artistas creativos y, también, algunos nombres más o menos desconocidos, en mayor proporción que en este tipo de festivales, en el que siempre se acaba por hacer más de un descubrimiento –apunten, por ejemplo, a Moses Sumney, para quien esto suscribe la mayor revelación de esta edición–.

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La mejora sobre ediciones anteriores llegó este año con la eliminación del escenario ATP, que provocaba siempre un obstáculo en la transición entre las dos zonas del festival, además de encontrarse siempre desbordado. Además, en este año se le sumó una nueva área, la zona Beach Club, con acceso a la playa directamente durante el día y música electrónica desde primera hora del día, poniendo en valor así algo que pocos festivales pueden ofrecer a su asistentes –algo que algunos ni pudimos comprobar personalmente por la falta material de tiempo–.

En lo estrictamente musical, el nombre que más poder de convocatoria tuvo desde el momento en que se desveló el cartel fue Radiohead. Resulta curioso como una banda que no opta por el camino fácil, que ha dado la espalda a la industria y que hace escasas condiciones, es hoy uno de los mayores reclamos del mundo del rock. Si ya hoy resulta insospechado ver cómo unas 30.000 personas siguen en silencio sus densas canciones, epítome de la angustia vital, más extraño aún resulta pensar que ellos pueden ser la banda que ocupe el lugar de, pongamos, unos Rolling Stones en el futuro. El visto en Barcelona es el mejor concierto que pueden dar hoy en día, intachable, pleno en intensidad y con un repertorio bien elegido y secuenciado, recuperando incluso en directo “Creep”, de la que hasta ahora renegaban, por segunda vez en siete años. El único borrón aparente fue la falta de contundencia en el sonido más allá de las primeras filas.

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P J Harvey era el otro gran señuelo del cartel. Impecable en su recreación de sus dos últimos álbumes (solo dejó caer tres canciones de toda su otra discografía), su banda semejó ser como unos Bad Seeds más reflexivos. Con un  repertorio menos agradecido que en otras visitas, centrado esta vez en el sonido del saxofón –en su anterior aparición había sido el arpa–, su propuesta perfectamente planificada y presentada, más cerebral que emocional, era difícil que consiguiera el mismo impacto que en anteriores ocasiones.

Entre los nombres más destacados del cartel, LCD Soundsystem –puede que el grupo más identificable con la mezcla sonora heterogénea de este nuevo milenio– volvió cinco años después para retomarlo justo donde lo habían dejado, ni más ni menos intenso: siguen siendo una poderosa máquina para el baile, plagado de éxitos bailables servidos a bocajarro que evocan también el rock de los 70.

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Más sorprendente, por inesperado, fue comprobar cómo Bradley Cox (Deerhunter) y, sobre todo, Alex Turner (con su compañero Miles Kane) al frente de The Last Shadow Puppets han pasado a tener un dominio perfecto del escenario en poco tiempo. Especialmente estos últimos derrocharon carisma, descaro, chulería y humor, revistiendo sus canciones con ese algo intangible que parecía mejorarlas. Ello quedó más en evidencia si se tiene en cuenta que tanto Sigur Ros –en formato trío con una espléndida escenografía­– como Beach House lo fiaron todo a sus canciones, hipnóticas en ambos casos, pero tal vez diluido su impacto en escenarios tan descomunales.

En la segunda fila de artistas con cierto renombre, hubo varios especialmente destacados. El recital más arrebatador en un gran escenario llegó de la mano de Ty Segall, desatado al modo de un Iggy Pop con una banda como The Stooges para esta década, desgañitándose con el público (subió a un espectador para que cantase mientras él lo miraba desde la primera fila) y desatando el caos e incluso el terror entre los encargados de seguridad. Así debería ser el rock siempre: sucio, peligroso, delirante. En esa línea se movieron también Parquet Courts, aunque más contenidos en algunos momentos, o bandas como Thee Oh Sees, Car Seat Headrest o Suuns.

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El hechizo lo pusieron algunas mujeres en solitario o al frente de bandas, como Julia Holter refrendando en directo el magnetismo de su último álbum, Peaches ofreciendo otro de sus espectáculos clasificados X –en este caso en un escenario llamado ‘Escondido’ y al que solo unos pocos afortunados podían acceder al conseguir un tique tras la apertura del recinto a las cuatro de la tarde– o Daughter, un posible recambio para Beach House en un futuro no muy lejano.

La veteranía y la clase llegaron con Ben Watt (con la colaboración del que fuera primer guitarrista de Suede, Bernard Butler) o Robert Forster, en este último caso en el Auditorio, un escenario que se presta más a ese tipo de conciertos. Cass McCombs, Destroyer o Wild Nothing, más jóvenes pero igualmente elegantes, parecen llamados a ocupar su lugar dentro de unos quince años si siguen demostrando que es posible facturar pop esmerado en el siglo XXI.

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The James Hunter Six, pletóricos en su recreación del soul añejo, quedaron un tanto deslucido por el sol de media tarde. El impacto de sus primeros minutos y la lluvia posterior de confeti por parte de Tame Impala decayó con un corte de sonido de más de cinco minutos del que no pudieron recuperarse del todo. Por su parte, Richard Hawley optó por la vía más guitarrera, dejando de lado su más interesante versión de crooner pop.

Aunque el rock de guitarras hechas por chavales blancos siga ocupando una buena parte de la programación del Festival, se agradece que cada año se sigan incorporando nombres de otras latitudes o de otras sonoridades que contribuye a darle otra entidad. En esta edición algunos de esos nombres que conectaron con un público al que interesaban estas propuestas más heterogéneas fueron el anciano director de cine John Carpenter, interpretando la música de sus películas con imágenes de las mismas, el rapero Vince Staples, la Orchestra Baobab de Senegal, los congoleses Mbongwana Star, la veterana cantante turca Selda Bağcan o los egipcios Islam Chipsy & Eek.

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Podríamos dejarlo ahí pero, además de los conciertos citados aquí que, íntegros o en parte, quien esto firma pudo ver y de los que puede dar cuenta, también es de recibo comentar un par de decepciones. La mayor, Brian Wilson, recreando el disco entre los discos, Pet Sounds: su banda no sonaba como en la anterior ocasión que estuvo en un festival similar (Benicassim 2004) pero, sobre todo, él no está en condiciones de salir de gira: casi no canta ni puede tocar el piano y verlo ahí como un anciano entrañable al que reverenciar no debería ser motivo para mancillar la leyenda.

Por otra parte, lo que se prometía como un concierto de  The Avalanches quedó en una sesión a los platos de dos tipos que ni siquiera se sabe si eran alguno de ellos. Y, como siempre, hubo algún error de programación al ubicar según qué artistas en determinados escenarios. Si Neal Hagerty reunía frente a uno de los principales a escasas 200 personas, dicen que en el caso de Los Chichos (efectivamente, ellos) no había explanada al lado del mar para tanta gente interesada en verlos. Hum, da que pensar.

 

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