TOM VERLAINE

TOM VERLAINE

"Uh, ¿invisible dices? Bueno, es fácil ser invisible si de verdad lo deseas. Es sólo una cuestión de actitud”

“Es extraño lo atractiva que puede ser la indiferencia” (“The Scientist Writes a Letter”, Tom Verlaine)

No resulta fácil escribir sobre Tom Verlaine. ¿Qué decir? Aparte de sus discos, de sus conciertos, de su música, ¿qué sabemos de él? Los noventa los ha pasado prácticamente en blanco desde que en el 92 apareciera el recientemente reeditado “Warm and Cool”, ningún otro disco a su nombre, sólo la reunión de Televisión y sus contados conciertos lo hacen visible de cuando en cuando. Sí, ha puesto música a unas películas mudas con su inseparable Jimmy Ripp, empezó a producir el fatalmente truncado último disco de Jeff Buckley sin resultados demasiado palpables, una banda sonora para una película que pasó desapercibida… y poco más. Si uno rebusca datos que puedan arrojar algo de luz sobre sus pasos no encuentra más que alguna entrevista que otra en la que, con su típica indiferencia, quizá cuidadosamente estudiada, no dirá nada especialmente interesante fuera de alguna escurridiza explicación sobre las guitarras o amplificadores que utiliza, la música que le gusta escuchar… y poco más.

 

Lo más chocante que te puedes topar es una multa por conducir a demasiada velocidad y sin carnet; poca cosa para crearse una reputación en este mundillo. Quizá buscamos demasiado, quizá esperamos que las vidas de nuestros artistas favoritos sean diferentes de las nuestras, quizá busquemos en ellas las aventuras que nosotros no podemos vivir. Tal vez de cuando en cuando es bueno reconocer que algunos tampoco son tan diferentes y que simplemente viven una vida apacible en la que de tanto en tanto se cruza una grabación, una gira, un concierto; que hay gente en el show bussiness que no lo daría todo por ser famoso. “Me gusta pensar que soy invisible. Le encuentro muchas ventajas. Desafortunadamente, el negocio de musical no funciona así. Si no creas algún tipo de imagen pública, la crean los demás por ti”. Puede que a eso sea a lo que se ha dedicado estos últimos años, a hacerse lo más invisible que le permiten sus necesidades. Afortunadamente nos quedan sus discos, una obra que, revisada hoy, se nos muestra mucho más variada y compleja, y al mismo tiempo más accesible, menos esquinada que cuando fue publicada.

Uno de los problemas que conlleva el debutar con una obra que te coloca entre los primeros lugares de todas las encuestas de los mejores discos de todos los tiempos, es que después tienes que seguir grabando.  ¿Cómo seguir haciéndolo cuando todo el mundo espera otro Marquee Moon? Obviamente con la indiferencia más absoluta por las expectativas de los demás, haciendo siempre lo que su aparentemente intrincada psique le dicte. El error por supuesto está en el que escucha, que no entiende que cada obra es consecuencia de unas determinadas circunstancias que casi nunca se pueden reproducir al antojo del artista. Cuando hoy repasamos la obra en solitario de Tom Verlaine nos encontramos no sólo con alguna de las mejores muestras de música de guitarras de los 80, sino también con un buen puñado de canciones, grandes canciones, construidas sobre el clásico esquema del pop de toda la vida, con todas las variantes que se quiera, pero pop. Es quizá lo que más llame la atención al volver a escuchar los discos de Tom Verlaine, esa faceta de artesano melódico que pocas veces se destaca, oscurecida por su  aventurero estilo guitarrístico.

Puede que su voz no sea la más melodiosa y su distanciamiento llegue a veces a la frialdad, y que en ocasiones sus canciones se intrinquen a conciencia, pero no es menos cierto que casi siempre nos da algo a lo que agarrarnos, un estribillo, un pegajoso riff de guitarra.  Es fácil suponer que la falta de éxito comercial tiene más que ver con su escurridiza personalidad y su aversión a crearse una imagen pública reconocible, pecado éste imperdonable en una escena como la británica, hogar de los sellos que lo acogieron esos años. No está de más recordar que, con esos mismos ingredientes, un buen puñado de grupos hacían su agosto durante esa época, sin ir más lejos, Echo & the Bunnymen o Lloyd Cole, llegando éste a grados extremos de imitación, no en vano se comenta que de chaval cantaba sobre los discos de Lou Reed y Tom Verlaine ante el espejo. David Bates, el A&R de Fontana que lo fichó para el sello y que más empeño puso en convertirlo en un proyecto musical comercialmente viable lo explica rotundamente: “Creo que a Tom Verlaine le aterroriza triunfar. Es mucho más fácil no intentar hacer un disco comercial, nunca intentar tener éxito. Es más fácil decir, ‘Es mi arte.’ Así nadie te puede juzgar y decirte que eres un fracasado. Si nunca lo has intentado, ¿cómo puedes fracasar?” Es otra forma de verlo, por supuesto, pero no estaría de más recordar que el “artista” llegó a acceder a no publicar un disco que a Fontana no le gustaba y a sustituirlo por otro con más gancho que incluso permitió remezclar al gusto de la compañía. Nuevamente, quizá el fallo está en esperar que Tom Verlaine se convierta en una estrella.

Nadie tiene muy claro el porqué de la disolución de Television durante el verano del ’78 tras unos gloriosos (dicen) conciertos en el Bottom Line: el afán de control de Verlaine, el fracaso de crítica y ventas (excepto en Inglaterra) de “Adventure”, cambios de personal en la compañía que los dejaron sin apoyo, aburrimiento tras seis años de convivencia… El caso es que parece que nadie se lo tomó muy a pecho y algunos, Richard Lloyd por ejemplo, no dudaron en reconocer el alivio que les supuso la desaparición del grupo. Tom Verlaine ni siquiera demostró que tuviera demasiada prisa por empezar una nueva carrera en solitario, y se pasó un año entrando y saliendo del estudio hasta completar su primera entrega en solitario, imaginativamente titulada “Tom Verlaine”. Inevitablemente todavía hay restos de Television: alguna de las canciones que se había negado a grabar en “Adventure”, y, sobre todo, la presencia del bajista que se convertirá en su inseparable compañero en todos sus discos en solitario, Fred Smith. Si se había tomado la molestia de “robárselo” a Blondie, cimentando una enemistad inquebrantable entre los dos grupos, ahora iba aprovecharlo a fondo. El disco no puede empezar mejor, con una secuencia de tres canciones que se convertirían en clásicos personales. “The Grip of Love”, “Souvenir from a Dream” y “Kingdom Come” marcan claramente el territorio que abarcará la música de nuestro hombre invisible. Esa clase de rock moderno que en aquellos años parecía posible y que poco a poco ha ido desapareciendo del mapa, urbano en el mejor sentido de la palabra, consciente del peso de la tradición, pero al mismo tiempo diluyendo las referencias clásicas hasta hacerlas casi irreconocibles. Hay mucho de los Stones en los riffs de Verlaine, que reconoce los punzantes latigazos de Mike Bloomfield en los discos de Dylan, o los Byrds de “Eight Miles High”, como algunos de sus modelos. Uno nunca lo ha oído mentar a Richard Thompson, pero, aún sin alcanzar la deslumbrante técnica del inglés, hay más de un parecido en su manera de elevarse del suelo en solos que parecen no ser de este mundo.

Tal vez sólo sea su compartido gusto por los más aventurados solistas de jazz; Verlaine no se cansa de repetir que aprendió primero a tocar saxo y piano y que sus primeros ídolos fueron los pioneros del free y bárbaros como Albert Ayler o Coltrane.  Es justo reconocer que el disco pierde un poco de altura hacia la mitad (cosas como “Yonki Time” han sufrido demasiado el paso del tiempo), pero se recupera con una solemne balada de cierto aire folk (“Last Night”) y la urgencia de “Breakin’ my Heart”, propulsada por un clásico riff de dos acordes escuela Velvet (de las pocas veces en la que uno ha acertado a adivinar claramente su influencia en la obra de Verlaine, aunque sus nombres siempre aparezcan juntos), grabada en directo en el estudio y en la que brilla la presencia de Ricky Wilson de los B 52’s, uno de los guitarristas más infravalorados de la época, que se bate en duelo con uno de los más mitificados sin perder la cara. El disco se publicaría en el mismo sello que no había sabido qué hacer con los discos de Television, Elektra, y el propio Verlaine se encargaría de que fuera el último, negándose a promocionarlo. En su contrato todavía figuraban dos discos más, pero se pasó un año de forcejeos legales hasta que consiguió deshacerse de él. Puede que parezca el típico “artista” que vive en las nubes, pero datos como este dan a entender que dirige su carrera con una mano más firme que la que se le supone.

Finalmente vuelve a dar señales de vida tras dos años desaparecido, ahora en la nómina de Warner. ¡Qué tiempos aquellos, en que un músico de rock con buena reputación y pocas ventas podía fichar por una multinacional! No sólo eso sino pasarse de presupuesto y tirarse nueve meses en el estudio para grabar su nuevo disco. La verdad es que mereció la pena, porque “Dreamtime” suena espléndido: poderoso pero melódico, saturado pero cálido, alejándose de la cierta frialdad sónica de la que adolecían tanto “Adventure” como “Tom Verlaine”. Parece que todo fue producto de una ocurrencia aparentemente estúpida. Verlaine había oído que los medidores del volumen de grabación de los estudios en realidad no servían para nada, y decidió que los iba a tapar y grabar al máximo volumen soportable, sin preocuparse de si la aguja se pasaba al rojo o no. Demasiado fácil como para ser cierto. Sea como fuere, “Dreamtime” lo distancia tanto como es posible del sonido televisivo y nos muestra a un Tom Verlaine extrañamente radiante, disparando riffs y arpegios en todas direcciones y controlando los solos cuidadosamente. Las guitarras suenan con la combinación justa de twang y distorsión, nunca demasiada, y hay páginas que parecen arrancadas del libro de estilo de los Byrds.

No hay ninguna pieza extensa, y muchas de ellas, “There’s a Reason”, “Always”, “Fragile” o “Mr Blur”, son pildorazos concentrados que lo acercan a cualquiera de los grupos que por aquellas fechas decoraban con una nueva capa de pintura, y energía, la concepción clásica del pop. No faltan los momentos más esquinados, pero son los menos (“Penetration”, el instrumental “The Blue Robe”) y es posible que nunca volvamos a escucharle cantar un estribillo tan exultante como el de “Mary Marie”. Si es cierto que, como ha contado en alguna ocasión, sus discos tratan de agrupar canciones con un cierto estado de ánimo general, aquellos debieron ser días de felicidad en Casa Tom. Tanto, que vuelve a la carretera para su primera gira en años, estrenando el grupo que formará la columna vertebral del resto de su obra. Por primera vez hace acto de presencia Jimmy Ripp, reputado músico neoyorkino (Kid Creole o Mick Jagger, entre otros, han requerido sus servicios) que encaja como anillo al dedo en el entramado “verlainiano”, y formará con el citado Fred Smith y la batería de Jay Dee Daugherty, del Patti Smith Group, los cimientos en los que Tom Miller asentará, con pequeños cambios, el resto de su carrera.

El año que se pasa en la carretera demuestra que era inútil añorar a Television pudiendo disfrutar de un Tom Verlaine que deja de lado ese cierto ensimismamiento que en ocasiones resta frescura a sus discos, y se deja llevar por el instinto para alcanzar cimas de expresión guitarrística que parecían desterradas en el rock de los ochenta. Pocos pueden permitirse alargar hasta los ocho o nueve minutos sus canciones sin perecer en el intento, manteniendo la tensión y sin perder los estribos, pero eso es lo que hace Verlaine con la ayuda de un grupo que parece comunicarse telepáticamente con su líder. Salvando todas las distancias, musicales y técnicas, algo parecido a los aquelarres que Neil Young concelebraba con sus queridos Crazy Horse. No faltan en los conciertos “Marquee Moon” y otras gemas televisivas, pero “Always” o “Breakin’ In My Heart” alcanzan una talla monumental que en sus encarnaciones en estudio sólo se intuía.

Esta vez no tarda en volver al estudio, pero si alguien esperaba que el nuevo disco aprovechara el impulso de sus extáticos conciertos se equivocaba. Es inútil esperar algo de este hombre, siempre sale por donde menos se espera y esta  vez no iba a ser menos. Aparcado por Virgin, su nueva discográfica para el Reino Unido, el proyecto de disco en directo, a mediados de 1982  ya está listo “Words From The Front”. Adiós a la exuberante calidez de “Dreamtime”, el sonido ahora es más… ¿frío? ¿distante? Tal vez, pero no menos atractivo. Podríamos decir que es el disco más “británico” de su autor, aunque uno no se imagina a Tom Verlaine tomando notas de lo que los jóvenes cachorros de la Gran Bretaña hacían con sus guitarras. Es más que probable que fuera al contrario, pero lo cierto es que sí encaja con aquella escena de pálidos muchachotes con abrigos negros que hacían frente a los Culture Clubs o Spandau Ballets del momento. En realidad no es tan homogéneo como su predecesor, parece grabado por diferentes músicos en distintos momentos, y se balancea entre el exquisito tradicionalismo melódico de “Postcard From Waterloo” y el enrevesado y maquinal ambiente de los diez minutos de “Days on the Mountain”. Algunas baterías ceden ante el “moderno” sonido de la época, pero no suenan fuera de lugar apoyando riffs obsesivos y espasmódicamente bailables (“Present Arrived”), la atmósfera retorcida de “True Story” o en el dub mutante de “Clear it Away”. La escueta “Coming Apart” podría pasar por su aproximación al 60’s garage, nada extraño en alguien que ha versioneado a Thirteen Floor Elevators o Count Five, pero lo mejor queda para la estremecedora viñeta bélica tema que titula el disco. Por una vez la letra se deja de oscuridades para contar claramente un episodio que nunca pasa de moda, la vida en las trincheras durante una guerra, cualquier guerra, cuyo ambiente opresivo queda retratado a la perfección en los visionarios solos de emparedan la canción. A uno siempre le ha parecido que con el simple cambio de la voz podría aparecer, tal cual está grabada, en cualquier disco de Richard Thompson, algo al alcance de muy pocos.

Al poco de aparecer el disco, nueva desaparición. Ni siquiera es capaz de aprovechar el nuevo auge que la música de guitarras parecía disfrutar en aquellos años, tanto en Inglaterra como en los USA, donde lo que por aquí conocimos como Nuevo Rock Americano gozaba de sus mejores, aunque finalmente fugaces, minutos de gloria. Así como nunca sintió demasiada debilidad por la escena inglesa, ni siquiera por la que él, en buena parte, parecía haber inspirado, pero que veía demasiado artificial, sí que logró conectar con algunos de los nuevos grupos que intentaban echar la cabeza entre la resaca de la nueva ola y el sonido liofilizado del pop comercial de los 80. Se le puede oír hablar bien de Green on Red y, sobre todo de Dream Syndicate o los Violent Femmes, e incluso llega a producir a los hoy olvidados True West, pero curiosamente, cuando tiene que grabar otro disco, se saca de la manga el que posiblemente tenga menos solos en sus surcos de toda su carrera, el que menos suene a grupo y haga un uso más acusado de la tecnología.

Después de pasarse un año, supongo que aprovechándose de las Virgin Airlines, recorriendo distintos estudios tanto en los USA como en Inglaterra, en donde pasaría prácticamente un año rematando el disco, “Cover” aparece en 1984. Las baterías, todavía suenan más impersonales que en “Words…” y en dos o tres canciones incluso se encarga en persona de programar las percusiones electrónicas, así como de tocar el bajo y los teclados que en ocasiones se ocupan de acolchonar las estrofas y en otras de sustituir frases que en otros discos correrían a cargo de las guitarras. ¿Sacrilegio en uno de los más obstinados “guitar heroes” de la historia? Ni mucho menos. El que los grandes solos escaseen no significa que el trabajo de las guitarras sea menos brillante. Quizá menos llamativo en una primera escucha, sí, pero lleno de sutilidad a la hora de tejer un imaginativo tapiz de pequeños riffs que adornan el más espacioso de sus discos.

Uno recordaba a “Cover” como un disco difícil e intrincado y, sin embargo, vuelto a escuchar después de una larga temporada, se descubre como uno de los más luminosos de su autor, quizá el que más estribillos pegajosos nos ofrece y el más acorde en sonido con el año en que se editó, el que debería ayudarle a romper la barrera que lo separaba del público. No de la gran masa compradora, pero sí, al menos, de aquella que en Gran Bretaña, su principal mercado quizá a su pesar, consumía el nuevo pop guitarrero. No faltan sus habituales y abstractas conversaciones consigo mismo, pero canciones como “Five Miles of You”, “Let Go to the Mansion” o “Lindi Lou” no sonarían fuera de lugar en un hipotético hit parade de “pop moderno” en 1984, y pocas veces sonará tan romántico y vulnerable como en “O Foolish Heart”, baladón de country neoyorkino (como Alan Vega llamaba a las canciones de Lou Reed), o en ese trasunto de balada 50´s que es “Swim”. La gira lo traerá a España, en donde llega  a protagonizar una entrega de La Edad de Oro, de cuyo brumoso recuerdo uno sólo alcanza a entresacar el choque entre su habitual catatonia expresiva y el verbo florido, y mayormente hueco, de Paloma Chamorro.

Es por esta época que el antes citado David Bates, un fan de siempre que ahora trabajaba como A&R en Fontana, consigue hacer realidad su viejo sueño y logra arrancarlo de las manos de Virgin convencido como está de que sólo un hit single lo distancia del éxito. Uno no duda de sus buenas intenciones, pero esperar que Tom Verlaine se convierta en una estrella no parece muy realista que digamos, menos aún en unos años en los que la imagen y la vacuidad eran ingredientes principales de la fórmula mágica. El caso es que, a pesar de su fama de salirse siempre con la suya a base de cabezonería, increíblemente acepta ver rechazado el primer disco que graba para Fontana (ver cuadro aparte) y grabarlo de nuevo. En realidad apenas volverá a utilizar más que un par de canciones del abortado proyecto, y es fácil sospechar que su relación con las grandes compañías cambiaría radicalmente después de esta humillación.

Todavía tiene que dar el visto bueno a una mezcla de un técnico propuesto por la compañía, pero finalmente “Flash Light” aparece a principios de 1987. El público y la crítica lo reciben como un retorno al Verlaine clásico, el líder de un tradicional cuarteto de rock dueño de una expresividad intransferible, que además ahora no tiene miedo a sonar accesible sin perder en ningún momento sus señas de identidad. El sonido es claro y preciso, contundente y flexible al mismo tiempo, más centrado en las canciones propiamente dichas que en simples riffs musicados, y por mucho que él prefiera las canciones desechadas, es un triunfo en toda regla; en realidad, su último gran disco. Adiós a la electrónica, a los gomosos bajos que parecían importados de algún disco de dub jamaicano, aquí mandan unas guitarras que aparecen incontenibles buscando el mínimo hueco por el que dejar su marca. Es difícil destacar canciones en un disco que suena como un todo, pero no puedo resistirme a comentar el solo de “At 4 a.m.”, o esa emocionante postal invernal que responde por “The Scientist Writes a Letter”, la única rescatada tal cual se grabó en las sesiones del disco vetado, la única en la que los teclados cobran protagonismo.

Fontana se frota las manos porque logra vender casi el doble que sus antecesores, la “escalofriante” cifra de 25.000 ejemplares (y eso en una década en la que aún se vendían discos), pero no tarda en convencerse de que aquel tipo no les va a hacer incrementar el saldo financiero. Tras la gira que siguió a “Flash Light”, que llegó hasta Barcelona, nuestro hombre invisible se pone manos a la obra para darle continuación. Lo que finalmente sería “The Wonder” significaría el final de su relación con Fontana tras un carrusel de estudios, países, técnicos, managers y abogados, que retrasaría su salida hasta 1990, dos años después de haberse grabado. ¿Venganza por el disco “perdido”? El pobre de David Bates, después de que Verlaine lo ponga a caer de un burro, se lo toma en plan personal y no ahorra detalle al contarlo: “¿Por qué debería arrastrarme para ayudarle cuando, después de dos discos y un puñado de grabaciones inacabadas, Tom Verlaine nos debe 452.000 libras? Para recuperarlas debería vender cerca de un millón de discos, y no creo que eso ocurra. Debería haber parado al llegar a las primeras 100.000. Pero me mantuve a su lado y ahora me llena de mierda. Me parece de lo más ofensivo.”

La verdad es que “The Wonder” sí es una decepción. Sea por el poco tiempo que tuvo para grabarlo, la disculpa del artista, o porque escaseaba la inspiración, este si será quizá el único disco prescindible de toda su discografía. Escasean las melodías reconocibles y el disco discurre agradable pero con poca sustancia. Algún arranque guitarrero (en “Ancient Egypt” o “Cooleridge”), una de esas características y redondas pop songs (“Stalingrad”)… y poco más. La profecía de David Bates (“Será mucho más feliz grabando discos baratos para una independiente”) se hará realidad en poco tiempo. Pronto le ofrece a Rykodisc la posibilidad de publicar un disco instrumental, una vieja aspiración en alguien que afirma acumular cien horas de música por cada hora de canciones, y así en 1992 aparece “Warm and Cool”. Grabado en un par de días, es difícil de adivinar que se trata de un disco de Tom Verlaine si no fuera porque lo dice en la portada: ambiente nocturno años 50, relajado y levemente jazzy, guitarras que tiran de reverb y trémolo, la clase de música que Jim Jarmusch escogería si algún día se decidiera a rodar una película sobre surfers existencialistas o Tom DiCillo una serie negra. ¿Agradable? Sin duda, pero no lo que uno se espera de Tom Verlaine, aunque quizá haya un retorcido placer en su manera de romper lo que de él se espera.

A partir de aquí, la esperadísima reunión de Television le mantendrá más o menos ocupado, primero con el disco y luego con esporádicas mini giras a lo largo del resto de los 90 y principios de este siglo. Aparte de eso, las ya comentadas salidas de la sombra mantuvieron su perfil bajo durante estos años, hasta que empezó a correr la noticia de que 2006 podría ser el año del regreso, con nada menos que tres discos en situación de publicarse: un instrumental, otro con canciones y un tercero a cuenta de Television. Otros anuncios parecidos habían resultado falsas alarmas, pero esta vez es verdad, los discos están aquí justo cuando damos los últimos retoques al artículo: “Around (instrumentals vol. II)” sigue donde lo dejó en “Warm & Cool” y lo dicho para aquel bien vale para éste, el que no conozca a Tom Verlaine no va a sacar nada en limpio, sus rasgos diferenciales no están en los discos instrumentales. Debería probar antes con “Songs and other things” (como el anterior, con distribución nacional a cargo de Green Ufos), que a pesar de desconcertar en una primera escucha (¿para qué empezarlo con otro instrumental cuando simultáneamente publica uno entero sin palabras?; además, uno diría que retorcidamente, coloca las canciones más ásperas al principio), poco a poco nos va descubriendo sus encantos.

Los solos suenan menos espectaculares, más concentrados pero igual de efectivos, y aunque uno puede echar en falta alguno de esos largos monólogos guitarreros que sólo él parece oír, a cambio nos compensa con un sinfín de dibujos, melódicos a veces, más rudos otras, siempre inconfundibles, que arropan una colección de canciones que barren de un plumazo el mal recuerdo de “The Wonder”.  A veces creando ambientes que discípulos aventajados como Yo La Tengo frecuentan, como en “A Stroll”; otras revisitando algo que podríamos llamar folk rock neoyorkino en “Orbit” o la  majestuosa “The Earth is in the Sky”; componiendo las canciones que ya no hace Lou Reed (“Lovebird Asylum Seeker”); subiendo los amplis para atacar un riff de esencia garajera en “All weirded out”, o divirtiéndose trazando espirales sicodélicas durante “The day on you”. No, no es “Flash Light” o “Dreamtime”, si es que alguien lo esperaba, pero, por si hacía falta demostrarlo, por mucho que su nombre llene la de boca de unos y otros, nadie suena como Tom Verlaine. No se si en un mundo en el que las novedades duran menos de un suspiro, todavía hay gente que esté dispuesta a dedicar el tiempo que discos como éste necesitan. Puede que a veces no nos ponga las cosas fáciles, pero más que nunca necesitamos a personajes como Tom Verlaine, sin miedo a volverse invisibles en un ambiente en el que los asesores de imagen vuelven a ser importantes, todavái ajenos ajenos al devenir de modas que vienen y van y no nos dejan más que hojarasca.

 

El disco perdido

Es curioso lo que acabó ocurriendo con las canciones que Fontana rechazó como el debut en la compañía de su flamante nuevo fichaje. No sabemos con seguridad cuantas canciones irían en el disco, pero sí que al menos nueve o diez terminaron, suponemos que como una manera de amortizar mínimamente los costes, recalando en recopilatorios y en las caras B de los singles y maxis que se extrajeron de “Flash Light” y “The Wonder”. Si uno se toma la molestia de coleccionarlos, no es demasiado difícil, puede fabricarse su propia versión del disco perdido de Tom Verlaine y comprobar si realmente era tan anticomercial como Fontana sospechaba. Para ser justos, el sonido no se diferenciaba demasiado del que luego refulgiría en “Flash Light”. Además, a pesar de que no todo el disco mantiene el nivel de accesibilidad de dicho disco y en algunas canciones opta por su característica introversión expresiva y se retuerce sin encontrar una melodía reconocible, aquí hay material de primera.

Que canciones como la animada “Sixteen Tulips” o la encantadora “Anna” queden relegadas a rellenar caras B o recopilatorios coyunturales, no hablan nada bien del supuesto buen olfato “comercial” de un A & R. Que muestras de fiereza guitarrística como “Vanity fair” fueran rechazadas por alguien que se consideraba un fan de la música de Tom Verlaine, es simplemente inexplicable. Afortunadamente, tanto “One time at sundown” como “The scientist writes a letter”, dos de las mejores del lote, encontraron su camino y ayudaron a redondear el disco definitivo en 1987. Tres canciones del cancelado proyecto encontraron su hueco en “The Miller’s tale”, un CD recopilatorio de toda su carrera que además incorpora un impresionante directo de 1982, pero las demás siguen esperando a que alguien se anime a invitarlas al mundo de la edición digital.

 

Carlos Rego

 

 

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