SUZZANE VEGA

Suzanne Vega, el deseo insatisfecho

 

Cuatro años ha tardado Suzanne Vega en centrarse en su nueva vida. Desde que un buen día encontró a Mitchell Froom, nada volvió a ser lo mismo. ­Primero se convirtió en su productor, dándole a los dos últimos discos –99.91 y Nine Objects Of Desire– un aire de investigación sonora que se escapa de los aires habituales de las cantautoras folk y la coloca en una posición aventajada frente al resto de sus contemporáneas y seguidoras. Luego se casaron y tuvieron un hijo, lo que le proporcionó un buen material para sus nuevas canciones. Y esos objetos del deseo, que en el título de su nuevo disco reduce a nueve, parecen ilimitados en la nueva situación. Tanta confianza en una misma puede llegar a asustar.

 

Según los criterios habituales, has tardado mucho en grabar un nuevo disco. Aunque en tu caso, esa espera es más bien corta.

– ¿Qué hace una persona anónima en cuatro años? Vive. Es exactamen­te lo que yo he hecho. He vivido experiencias extraordinarias, únicas. Un matrimonio, un nacimiento… Un cantante puede seguramente atravesar todo eso sin que afecte a su arte, pero para una mujer eso es imposible, y si no pregúntale a Neneh Cherry. Como ella, no concibo que pueda meterse la vida de una mujer entre un paréntesis y poner su carrera por delante de todo lo demás. A mi ni siquiera se me planteó la cuestión. Me enamoré, quise casarme y después quise tener un niño. No iba a ser precisamente mi pequeña carrera de cantante la que me impidiera realizar todas esas cosas maravillosas.

 

¿Has cambiado durante este tiempo?

– En un momento determinado creí que estaba realmente cambiando mi modo de vida en profundidad: ya no era la pequeña artista ultrasensible que todo el mundo conocía; me convertía en una esposa y madre responsa­ble, seria, aplicada. Era un sentimiento muy raro, bastante desdoblado: como una ruptura, pero armoniosa. Triste y radiante a la vez. Y, justo cuando empezaba a aceptar definitivamente esa nueva situación, las canciones volvieron ellas solas. Fue un verdadero diluvio de melodías y palabras. No podía parar de escribir, una auténtica hemorragia. Necesité meses de paciencia y duda para llegar a la conclusión que ahora es una evidencia: mi vida y mi música están íntimamente ligadas. La una no puede existir sin la otra, son como dos cabezas de un siamés. Si no hubiera tenido la niña, podría haber seguido funcionando artísticamente pero, ¿qué tipo de persona hubiera acabado siendo? ¿Una chica agria, llena de certezas sobre la vida? ¿Y qué tipo de canciones haría? ¿De esas estúpi­das sobre el amor imposible, sobre la eterna juventud?

 

¿Fuiste consciente de la sorprendente riqueza melódica y diversidad de tonos del disco?

– Sí, existió una voluntad expresa de construir un álbum rico y variado, del que hay que felicitar a Mitchell Froom ­por el trabajo. Yo no me enteré mucho. Al principio, todo me sonaba confuso, como una avalancha de sentimientos desordenados. Ni siquiera sabía si era capaz aún de escribir canciones. La inspiración volvió, pero no llegaba a digerirla. Este disco es el rompecabezas más complicado que yo haya logrado unir en toda mi vida.

 

Describes tus dificultades y sufrimientos, pero al final el disco parece armonioso.

– Digamos que he escrito con muchas dificultades sobre temas muy armoniosos. A veces este tipo de canciones son las más difíciles de escribir, mientras que una canción de cólera u odio puede salir en 15 minutos.

 

– El deseo es el hilo conductor de tu nuevo disco. ¿Es tan fácil de representarlo para una mujer casada y madre?

– Con esta nueva vida y este nuevo cuerpo siento diez veces más deseo que cuando era joven e inexperta. Sin entrar demasiado en detalles de mi vida íntima, me siento más viva y animada que nunca. Lo que me interesa en el deseo es su lado no resuelto, insatisfecho. Hay como un peligro, como una amenaza permanente. El deseo puede ser muy violento, no hay paz posible. Se puede vivir algo increíblemente intenso y ser invadi­da de nuevo por el mismo deseo cinco minutos después. No hay salida definitiva.

 

Antes dabas la impresión de ser reservada, casi austera.

– Siempre fui divertida y abierta, pero durante algunos años ese aspecto de mi estuvo escondido, sólo accesible a mis íntimos. Se me veía como una tímida artista folk y el éxito de «Luka» lo acentuó.

 

Se te suele presentar como la madrina de una nueva generación de chicas: Fiona Apple, Lisa Germano… ¿Estás al tanto de la actualidad musical?

– Sólo los periodistas me hablan de esas chicas. ¿Entraría Liz Phair en esa categoría? La sigo con fidelidad. El único disco reciente que ha entrado en mi mundo es el de The Breeders. Dicho eso, no me creo para nada ese estado de madrina. No tengo la impresión de ser una gran in­fluencia. Pero sí que he influido en la industria discográfica. Fui la primera en demostrar que existe un público para este tipo de artistas. Ahora me dejan llevar la barca a mi ritmo, lo que es bastante raro en este medio. Soy bastante célebre por tener el derecho a esa libertad pero físicamente soy bastante anónima. La gente conoce mis canciones pero no mi cara. El otro día una dependienta me devolvió una tarjeta de crédito diciéndome: «¿Sabe que hay una cantante muy famosa con su mismo nombre?» Desde hace unos años mi universo cotidiano se mueve en torno a las mismas personas, un círculo restringido de amistades. Pero la mayor parte del tiempo me ocupo de mi hija, leo y escucho los mismos discos de siempre: Leonard Cohen, Bob Dylan, Astrud Gilberto… Me tengo que ocupar de todo lo referente a mis discos, portadas, giras, ensayos. Eso no me deja mucho tiempo para hacer nuevas amistades, algo que siempre me ha sido extremadamente difícil. Me corto mucho ante una persona nueva aunque me muera por dentro por conocerla. Es algo estúpido pero no puedo evitar­lo. Tengo un montón de ropa fantástica para los directos, pero cuando tengo que salir a escena me desinflo y acabo en mi vestido negro de siempre. Es una anécdota muy reveladora de lo que vivo cada día: tengo montones de deseos, pero no me atrevo.

 

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