ESTADO ACTUAL DE LA INDUSTRIA MUSICAL: MALOSTIEMPOS PARA LA LÍRICA

El estado actual de la industria del pop

Malos tiempos para la lírica

        «Malos tiempos para la lírica». Así cantaban Golpes Bajos a mediados de los 80. Ha pasado ya mucho tiempo y se ha convertido ya en un tópico muy socorrido. Sin embargo, aunque en ningún momento dejó de ser verdad tal afirmación, nunca como ahora se puede aplicar con tanta rotundidad a la música popular.

            La industria se encuentra en un callejón sin salida y su crisis, la mayor desde que Elvis Presley grabara «That’s All Right (Mama)» en el año 1954, se muestra como un círculo vicioso, en la que sus apuestas y actitudes son, al mismo tiempo, causa y consecuencia.

        Tal vez nunca haya habido en estas cinco décadas de pop y rock tanta diversidad de estilos y artistas con tanta ansia y tantas canciones para mostrar. Al mismo tiempo, los canales convencionales se encuentran más limitados que nunca y, además, el compositor ni siquiera tiene asegurado su sustento por el mero hecho de escribir una canción.

        Muchos recuerdan el pasado y hablan de tiempos mejores. Conviene desmentirlo cuanto antes: en la docena de años que esta revista lleva dedicando un espacio a la música popular -término que definimos por su contraposición al de música culta-, los discos destacados se cuentan por cientos. Los artistas creativos no han dejado de existir, como pueden ser Massive Attack o Radiohead, por poner dos ejemplos recientes. Las buenas canciones, la base de todo este tinglado, están ahí para quien las quiera disfrutar, siempre que se consiga dar con ellas, porque no es tarea fácil.

        ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿En qué momento se torció todo? ¿Quién tiene algo que decir en toda esta historia? ¿Qué es lo que se puede hacer?

Crisis, ¿qué crisis?

        La industria musical está en crisis, sí. Tal y como reconoce el sector, el futuro se presenta muy negro. Puede que a mediados de esta década se toque fondo, según las previsiones, y puede que aún no esté todo perdido, siempre que consigan adaptarse a los nuevos tiempos. Hablamos de la industria, ojo, que no estrictamente de los creadores.

        El punto de inflexión hay que buscarlo a mediados de los 80, cuando el vinilo deja paso al disco compacto. Un soporte que es más barato que aquel en el que se difundía la música hasta ese momento, pasa a costar el triple. Los consumidores no fueron entonces demasiado conscientes de lo que aquello representaba y el cambio de formato, aunque traumático por el precio, se fue haciendo lentamente, sin grandes reivindicaciones.

        Las compañías vieron como su cuenta de resultados empezaba a hincharse. Durante los primeros diez años, las reediciones y la atención al fondo del catálogo fue una de sus principales obsesiones. Quien tenía los vinilos de los Beatles, por poner un ejemplo, quería hacerse con su respectiva copia en compacto, un formato que -se supone- duraba para toda la vida.

        Justo entonces, los sellos discográficos empiezan a descuidar a los nuevos valores. Es muy fácil de entender si se tiene en cuenta que los últimos mitos mayoritarios, aquellos que mueven a los consumidores a las tiendas y a los conciertos, con independencia de la valía de su última obra, se forjaron en los 80: U2, Madonna, Michael Jackson…    

        Evidentemente, los artistas válidos y creativos seguían estando ahí, pero siempre resulta más sencillo prestar atención a un producto ya amortizado de antemano y en el que no hay que invertir de nuevo. «Pan para hoy, hambre para mañana». Sin embargo, poco podía preocuparles tal asunto a los dirigentes de compañías a las que se les exige un balance anual positivo y que, en su inmensa mayoría, sabían que no iban a estar en sus puestos para ver lo que pasaría años más tarde y asumir sus responsabilidades.

        Esa situación se viene arrastrando durante más de una década. Así que, en este momento, aunque se consume más música que nunca, las compañías no ganan lo mismo. No obstante, conviene desenmascarar la falacia que supone hacer pasar por resultados negativos -que aún no es el caso- lo que realmente sucede: que no se obtienen los mismos altos beneficios de ejercicios pasados.

        Tres fenómenos más recientes han ayudado a agravar la situación: la piratería, la descarga gratuita de archivos en Internet y la aparición de programas televisivos de gran éxito. Vayamos por partes.

Material pirata original

        La piratería siempre ha estado presente, aunque en menor medida que en estos dos últimos años. Antes se copiaba del vinilo a un casete. Aún podemos recordar aquella campaña que decía algo así como «las copias caseras están destruyendo la música». Puede haber llegado a adquirir una cierta relevancia en su momento, pero nadie se podía imaginar que lo peor estaba aún por llegar.

        Hoy, las copias a través de grabadoras de compactos caseras están a la orden del día, aunque es difícil saber cuál es la proporción de disco copiado por disco vendido. Según la legislación vigente, hacer copias para el propio consumo es perfectamente legal. Otra cosa muy distinta es la copia fraudulenta en cantidades industriales para su posterior venta. No se puede olvidar aquí que las mismas multinacionales que se quejan de este fenómeno son, en una buena parte, las mismas que fabrican los aparatos grabadores.

        Estamos, sí, ante el llamando top manta, un fenómeno esencialmente español. Algunas explicaciones que se dan para intentar comprenderlo hablan del buen tiempo en nuestro Estado, que ayuda a la venta en la calle. La principal razón, no nos engañemos, es el escaso rechazo social que esta actitud tiene. Y por ahí va a ser muy difícil y llevará mucho tiempo, siempre que se pongan los medios necesarios, modificar el sentir generalizado.

        Algunas voces exigen una mayor persecución policial. En ese caso, está claro que se debe centrar, sobre todo, en los responsables últimos de las redes que hacen de este negocio su medio de vida. Sin embargo, no cabe ninguna duda de que sería mucho mejor concienciar a la sociedad en el respeto por los derechos del autor que perseguir el delito.

        La entrada en escena de Internet ha complicado más el panorama. Se supone que hoy están disponibles en la red unos mil millones de archivos musicales para su descarga gratuita, lo que la convertiría en la auténtica biblioteca de Alejandría musical. Tal y como están las cosas, si una canción no se puede encontrar en Internet, entonces es que no existe.

        La democratización de la música, con un papel en el que los consumidores pueden, a su vez, erigirse en compositores y creadores, mezclando a su antojo los sonidos disponibles, es irreversible. Todos pueden ser, en el fondo, apropiadores del sonido. Todos pueden combinar elementos del trabajo de otros para crear algo nuevo, retando al viejo modelo de la autoría.

        Además de los propios creadores, quienes más tienen que perder son las compañías discográficas tradicionales. Por ahora, su actitud ha sido la equivocada, persiguiendo a las plataformas que permiten ese intercambio de archivos. Como los programadores son mucho más hábiles, y siempre irán por delante, hoy el intercambio se produce ya de usuario a usuario, sin pasar por un ordenador central y, por lo tanto, sin posibilidad de control y persecución. Otra actitud muy distinta hubiera sido entender la nueva situación como una ilimitada posibilidad de promoción. Como es probable que ya sea demasiado tarde, nunca sabremos lo que hubiera pasado.

        Estas viejas estructuras empresariales lo tienen bastante difícil en un nuevo escenario que les cuesta entender. En los últimos meses han estado intentando definir cuál será su modelo de negocio en la red para los próximos años, pero aún no han llegado a un acuerdo. Así, en los últimos meses, cada compañía parecía optar por una plataforma: en esta línea fue realmente curiosa la breve e infructuosa alianza de BMG con Napster, la plataforma convertida meses antes en el enemigo público número uno de la industria y a la que declaraban responsable de todos sus males, cuando no era más que una avanzadilla de lo que estaba por llegar.

        La estrategia más reciente y viable pasa por ceder su catálogo completo a plataformas externas, a cambio de una contraprestación económica. En este supuesto, es necesaria la alianza de todos los sellos para que salga adelante, y esa realidad impide por lo de ahora una respuesta rápida y contundente.

        De llegarse a este modelo, el disco de una docena de canciones, tal y como lo conocemos hasta ahora, puede pasar a la historia. De nuevo, como sucedió en los albores de la historia del rock, la canción -entonces en formato de single- vuelve a ser el valor de consumo y creación predominante.

Grandes éxitos, grandes errores

        ¿Cuáles pueden ser las soluciones que conduzcan a una disminución de la piratería y de la descarga gratuita de archivos? La primera y más importante medida para favorecer la venta legal de discos, por mucha hipocresía que se le eche encima, conduce directamente a la rebaja del precio del compacto.

        Mientras en Europa este artículo soporta un 16% de IVA, en los Estados Unidos los impuestos indirectos suman un 4%, el mismo tipo que soportan en Europa, por ejemplo, los libros o los periódicos. Aquí es necesario un acuerdo de la Unión Europea que, a día de hoy, no parece fácil ni próximo.

        Al mismo tiempo, es un hecho que las compañías podrían bajar los precios de los compactos y seguir ganando dinero. Hay precedentes en España de discos a unos seis euros que han sido todo un éxito de ventas. En las últimas semanas, la discográfica independiente madrileña Rock Indiana ha colocado todo su catálogo, incluidas las novedades, a un precio de cinco euros.

        Está por ver el éxito de esta valiente política empresarial. En todo caso, conviene recordar que el compositor nunca recibe más del diez por ciento del precio de venta al público y que la producción de un disco compacto no llega a los dos euros, así que existe margen más que suficiente para la rebaja.

        Más peliagudo es el tema del modelo por el que han optado las compañías, y que ha puesto a los nuevos creadores casi al margen del sistema. Hoy sólo se impulsa aquello que se piensa que tiene posibilidad de llegar a un público mayoritario. Peor aún, ya que en lugar de optar por apoyar la carrera de un artista con posibilidades, la mayoría de los sellos se empeñan en vendernos una y otra vez las recopilaciones de siempre, los discos a base de refritos y los compactos que tienen alguna posibilidad de acceder a ser expuestos en televisión.

        La creencia, muy extendida, es que sólo vende quien sale en televisión, con lo que la música pierde valor en la sociedad. Por ello, si un artista -o disco recopilatorio, en la mayoría de las ocasiones- no se puede colocar en algún programa o anuncio, se le apoya con campañas multimillonarias. Esta cultura mercantilista implica que un artista sólo es rentable si alcanza ventas millonarias, y muy pocos pueden aspirar a ello.

        Desde aquí reclamamos la vuelta a un modelo en el que al músico se le deje madurar, aprender y forjar una carrera digna, incluso con sus equivocaciones. ¿Cuánto durarían hoy U2 si no vendiesen una cantidad más que respetable con su primer disco? A la vez, se debería estimular la capacidad crítica del aficionado-consumidor, de forma que sea capaz de discernir entre todo aquello que se le ofrece y valorar a un autor y su esfuerzo como se merece.

        Por ahora, tal y como están las cosas, la única posibilidad que le queda a los verdaderos autores es lanzarse desde el ámbito independiente, a través de pequeños sellos que les permitan crecer, o vender sus creaciones desde sus propias páginas web. Ya hay precedentes en este sentido, y no precisamente de recién llegados: Prince, Public Enemy o Kiko Veneno han comercializado sus creaciones desde la red, después de haber quedado más que escaldados en su trato con la industria.

Televisión (la droga de la nación)

        Citábamos un tercer elemento, el de los fenómenos televisivos de reciente aparición: Operación Triunfo, Popstars, Un paso adelante… A nadie que esté detrás de estos programas le interesa lo más mínimo la cultura. Sólo se trata de puro y duro negocio.

        Los jóvenes que intervienen en estos programas buscando su ocasión son meras comparsas al servicio del negocio. No hay la más mínima creatividad en sus canciones -versiones, al fin y al cabo-, y el modelo -y pensamiento- que se defiende es único: todos cortados por el mismo patrón. Elvis Presley o Frank Sinatra también hacían versiones, pero forjaron personalidades únicas que han quedado ya en el patrimonio colectivo.

        Tampoco es de recibo que una televisión pública apueste por un programa en el que una determinada empresa privada se haya convertido en multimillonaria. Aún sin compartir su estrategia, lo que hagan las cadenas privadas no puede merecer, en principio, la misma consideración.

        Como resultado, las multinacionales han tenido que acoger entre su catálogo los discos de gran parte de los jóvenes salidos de ahí, conscientes de que ésa es la única forma de no perder el carro, aún cediendo gran parte de sus beneficios. Por lo tanto, los artistas ya consolidados han visto como todo su trabajo pasaba a ser considerado de segunda fila frente a este fenómeno. Y los nuevos valores simplemente son ignorados.

        Pasará, claro está, pero el daño ya está hecho. Lo peor es que una nueva generación cree ya que ése es el único camino para llegar a ser alguien en el mundo de la música, acabando con buena parte de la mitología construida durante cinco décadas.

Masas contra las clases

        La escasa atención de los medios de comunicación hacia la música popular es algo consolidado desde hace años. Los grandes medios sólo prestan cobertura a algún artista si se trata de nombres asentados, si sus nuevas giras los traen por España o si les rodea algún escándalo digno de ser adornado con grandes titulares. El resto se ignora sistemáticamente.

        La televisión dejó de interesarse por el tema con la aparición de las cadenas privadas. Televisión Española, en una desafortunada lucha por las audiencias en un medio público, prescindió de programas modelo como «La edad de oro», «Rockopop» o «Popgrama» de sus parrillas. ¡Quién nos iba a decir que los echaríamos de menos! Por su parte, los canales privados nunca mostraron el más mínimo interés.

        Hoy se mantiene exclusivamente, dentro de lo que podríamos encuadrar en el ámbito de la música pop, «Los conciertos de Radio 3» en la segunda cadena de Televisión Española, una iniciativa muy loable y que está surtiendo de un muy valioso material de archivo a la cadena. También en la segunda cadena se le presta atención puntual en programas culturales tipo «La Mandrágora» o «Metrópolis»

        Tele 5 hace lo propio con «No sólo música» en su parrilla, aunque, eso sí, a horas intempestivas. Y salvo algún concierto aislado dentro de las emisiones codificadas de Canal Plus, éste es el paupérrimo escenario al que nos tenemos que enfrentar. Ni siquiera las plataformas digitales, próximamente fundidas en una sola, con lo que reducirán aún más la oferta, han logrado ubicar en su programación un canal que no escape a la mera imitación de la radio-fórmula.

        El panorama radiofónico es similar. Tan sólo el tercer canal de Radio Nacional, Radio 3, se mantiene al margen de la radio-fórmula; en esa aventura sólo están acompañados por algunos espacios muy concretos de M80. Nadie se atreve a mantener una programación al margen de las fórmulas establecidas hace ya treinta años y, mucho menos, al margen de los dictados de la industria, que es, no lo olvidemos, la mayor anunciante en estos medios.

        La prensa musical nunca tuvo un seguimiento alto en España. Se mantienen varias revistas especializadas, como Rock De Lux, Ruta 66 o Efe Eme, pero su repercusión es mínima. A su lado, han aparecido en los últimos años diversas revistas gratuitas, como Mondo Sonoro o AB, de mayor tirada, precisamente por sustentarse exclusivamente de la publicidad y no cobrar un precio al consumidor final, aunque eso tampoco quiere decir que se lean más.

        Puede que los suplementos semanales de los dos principales diarios del Estado -«Tentaciones» de El País y «La Luna» de El Mundo- sean las dos publicaciones que llegan a más gente, a pesar de una línea editorial errática, en la que se intenta atraer a sectores de la población muy diversos. Si alguien se imagina que una publicación de este tipo podría llegar a más gente, no tiene más que hojear la edición española de Rolling Stone: nada que ver con el original o con su edición hermana estadounidense, que se supone son su referencia.

        Así que, salvo las muy contadas excepciones en el ente público Radiotelevisión Española y algunas concesiones del grupo PRISA, nada hay que reseñar en el desolador panorama musical de los medios de comunicación.

Nuevo sueño dorado

        Por si fuera poco, tampoco los medios de comunicación son de fiar. Últimamente, con la concentración empresarial que nos ha tocado vivir, ya no es nada extraño que una misma empresa controle canales de televisión, emisoras de radio, periódicos, discográficas, editoras, distribuidoras…

        Por eso el papel de los periodistas musicales, la mayoría free-lance que dependen del escaso sueldo que estos medios pagan por escribir de un aspecto de la cultura que siempre se ha relegado a la última plana, ha pasado a ser el de publicistas o promotores al servicio de su amo. Mantener una línea independiente hoy es casi una hazaña, y para lograrlo es necesario dedicarse a otro trabajo y mantener este tipo de periodismo únicamente como una afición.

        Por último, tampoco los premios que se entregan anualmente merecen el más mínimo respeto. Tomemos como referencia más clara los premios Amigo y los Premios de la Música, que todos se encargan de divulgar profusamente, y en los que la propia industria vota y elige a los que son candidatos.

        Iniciativas distintas, como los premios Ondas, aún intentando cubrir un espectro más amplio, siempre estuvieron bajo sospecha, al ser bien conocido que son impulsados por un gran grupo mediático. Las recientes denuncias en la revista Rock de Lux del subdirector del Periódico de Cataluña, Rafael Tapounet, aunque hayan sido pasadas por alto, vienen a confirmar lo que ya se sospechaba.

        Según su versión, como miembro del jurado al que fue invitado a participar, los nombres propuestos venían ya en una lista cerrada de antemano. Para empezar, se le comentó que había tres fenómenos que no podían quedar sin premio. Después, se encontró con que la mitad del jurado votaba siempre por artistas que edita el mismo grupo al que pertenecían estas cuatro personas.

        Más tarde, uno de los argumentos para elegir al mejor artista latino, que se llevó Shakira, fue que «mueve el culo como Dios». Y, para finalizar, el premio al mejor vídeo musical se lo llevó Marta Sánchez, con la siguiente justificación, entre otras lindezas: «Tiene un par de poderosas razones para ganar».

        Ante este panorama, que no deja de ser más que el fiel retrato del difícil momento en el que nos encontramos, y que tiene pocos visos de cambiar en los próximos años, sólo queda volver al principio. Para esto, ¿tanto esfuerzo? Como decían Golpes Bajos, son malos tiempos para la lírica.

Xavier Valiño

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